Corolario
Raúl Contreras Bustamante
La democracia es una forma de gobierno que no solamente se
compone de cuestiones relativas a las elecciones. Implica entre otros factores:
el respeto a los derechos de igualdad entre las personas para elegir y ser
electo; la titularidad de la soberanía en favor del pueblo; la limitación del
poder político a la voluntad general; el respeto de los gobernantes a los
derechos humanos de sus electores y también de las minorías que no lo hicieron;
la tolerancia al pluralismo; la subordinación del gobierno al derecho; la
observancia de la división de Poderes, entre otras cosas.
El asalto al Capitolio en Washington, D.C. —sede del
Congreso de los Estados Unidos— por parte de supremacistas blancos y fanáticos
seguidores del todavía presidente Donald Trump es un hecho que quedará
registrado en la historia de la humanidad como uno de los más funestos días de
la democracia.
Para el vecino que siempre se había vanagloriado de ser la
democracia más antigua y estable de la era moderna, este acontecimiento vino a
ser el colofón de una serie de sucesos que, a lo largo de los últimos años
dejan al desnudo las debilidades de ese sistema político.
La falta de concertación y diálogo entre los partidos
políticos, a partir de la radicalización de las posturas republicanas desde el
ascenso al poder de Obama y adopción de promesas populistas, permitieron que
tuviera acceso a la Presidencia Trump, un diletante en asuntos de gobierno e
ignorante de los valores que inspira la doctrina democrática de fondo a los que
ya nos hemos referido con anterioridad.
El asalto al recinto de las Cámaras que, de manera conjunta
sesionaban para la confirmación de la victoria electoral de Joe Biden, fue
convocado por el mismo presidente Trump en un mitin previo llamado Save
America, donde alentó a los asisentes a marchar rumbo al Capitolio y “eliminar
a los que no luchan”.
Como sacada de una de las muchas películas de ciencia
ficción que tanto les gustan, las imágenes del edificio humeante mostraron a
simpatizantes del presidente armados confrontarse con policías y miembros de la
Guardia Nacional. Durante horas el mundo entero observó estupefacto como el
corazón de la orgullosa democracia norteamericana ardía y era vulnerada por la
violencia.
El saldo de la invasión fue un centenar de detenidos, la
incautación de varias armas de fuego y la muerte de cinco personas, entre
ellas, una simpatizante de Trump herida en la garganta por una bala. Joe Biden
lo calificó como insurrección y sentenció: “Las palabras de un presidente
importan. No importa qué tan bueno o malo sea ese presidente”.
Lo sucedido en Washington debe recordarnos un hecho: la democracia
es frágil.
La democracia ha sido el producto de innumerables
sacrificios y luchas de millones de personas a lo largo de la historia; ha sido
amenazada y —en no pocas ocasiones— denostada y hasta derrotada.
Lo ocurrido en el país del norte debe ser el espejo en el
que se mire el mundo entero para recordar que la democracia es una forma de
gobierno perfectible y que requiere de una defensa permanente. La mayor de sus
garantías está en el respeto de gobernantes y gobernados del Estado de derecho
y las instituciones públicas, para que la solución a los conflictos sea con
base en las leyes y no a través de las armas y la violencia.
El discurso del odio y la intolerancia que divide a aquellos
que forman parte de una misma sociedad —que caracterizó al mandato de Trump—
constituye uno de los capítulos más negros para la democracia de Estados
Unidos.
Como Corolario, las palabras del expresidente Theodore
Roosevelt: “Una gran democracia debe progresar o pronto dejará de ser grande o
democracia”.