La capacidad adquisitiva es uno de los factores con mayor incidencia en las decisiones y hábitos alimentarios de las personas: comemos lo que podemos pagar. Por eso, la crisis económica inédita que representó la pandemia nos puso cara a cara con las problemáticas sociales, que son también de salud.
En México, por ejemplo, en 2020 3.8 millones de personas se sumaron a las filas de la pobreza, gran parte del aumento se produjo con el movimiento de pobres moderados (gente con muchas carencias pero que al menos tiene la posibilidad de comer) que pasaron a pobres extremos (gente que no puede comprar ni siquiera la canasta de alimentos básica).
Sin embargo, la inseguridad alimentaria no incrementó tanto como se esperaba con las condiciones de una recesión económica de ese tamaño. ¿Cómo pasó esto?
El acto de comer pasa desapercibido, pero es visible cuando enfrentamos el riesgo; la razón fundamental por que la que el hambre no creció de manera desorbitante fue porque los hogares notificaron la crisis e hicieron readaptaciones a su gasto a fin de seguir cubriendo esa necesidad básica, la comida.
“Durante la pandemia se presentó la persistencia de las desigualdades que ya existían y cómo éstas moldearon las trayectorias alimentarias de los hogares, y lo que se observa es que a nivel nacional, los hogares desarrollaron una serie de estrategias para amortiguar el impacto de lo que la pandemia había implicado en términos de pérdida de empleo e ingreso y las medidas de confinamiento, etc. Los hogares tuvieron que hacer reajustes y reacomodos para resguardar la posibilidad de comer”, dijo Paloma Villagómez Ornelas, profesora visitante del CIDE y socióloga especialista precariedades alimentarias.
La pandemia lo dejó muy claro, los hogares mejor acomodados no necesitaron modificar sus hábitos y si lo hicieron fue para mejorarlos: acceder a mejores alimentos, con mayor aporte nutricional, cocinar, escoger alimentos más orgánicos e incluso incluir complementos a la alimentación como la actividad física. En las clases medias sí se identificó un cambio en el consumo: principalmente dejar de consumir alimentos “de élite” o cambiar marcas por algunas más baratas. Mientras que en los estratos de mayor pobreza el riesgo fue mucho mayor: dejar de consumir por completo alimentos básicos o saltarse comidas durante el día.