Raúl Contreras Bustamante
En medio de esta terrible pandemia que azota al mundo, no
todas las noticias han sido malas. Hace unos días, se supo de la ratificación
—por parte del Reino de Tonga— del Convenio de la Organización Internacional
del Trabajo sobre el trabajo infantil, lo cual representa un hecho histórico,
pues por primera vez en la historia de la OIT todos sus Estados miembros han
ratificado una convención internacional en materia del trabajo.
La ratificación universal del Convenio 182 sobre las Peores
Formas de Trabajo Infantil establece la prohibición y la erradicación de
prácticas abominables, tales como la esclavitud, el trabajo forzoso y la trata
de niñas y niños. Se prohíbe la utilización de niños en conflictos armados, la
prostitución, la pornografía y actividades ilícitas como el tráfico de drogas,
así como en trabajos peligrosos. México ya había ratificado ese Convenio desde
el año 2000.
Las estimaciones globales indicaban que en el año 2017 más
de 152 millones de niños trabajaban en todo el mundo. Una cifra que causa
horror y vergüenza.
Con independencia de esa obligación convencional, el
artículo 4º de nuestra Constitución establece el derecho que los niños y niñas
tienen a la satisfacción de sus necesidades de alimentación, salud, educación y
sano esparcimiento para su desarrollo integral. Luego entonces, es una
obligación del Estado velar por la dignidad de la niñez y el ejercicio pleno de
sus derechos.
El término trabajo infantil suele definirse como todo
trabajo que priva a los niños de su niñez, su potencial, su dignidad y que es
perjudicial para su desarrollo físico y sicológico.
Es importante señalar que no todas las tareas realizadas por
los niños deben clasificarse como trabajo infantil que deba prohibirse, pues la
participación de las niñas, niños y adolescentes puede admitirse en aquellas
actividades tales como la ayuda en el hogar o en el negocio familiar
—realizadas fuera del horario escolar—que son tareas que reportan un beneficio
en el desarrollo de la infancia, ya que les proporcionan experiencias que
desarrollan distintas habilidades y son un acercamiento al sentido de
responsabilidad, abonando así a la formación de miembros productivos de la
sociedad.
Según datos oficiales, en el año 2019, de los más de 126
millones de mexicanos, las niñas y niños de 0 a 17 años representan poco más
del 31% de la población: más de 39 millones. Lo anterior significa que casi una
tercera parte de nuestra nación, son niñas y niños, lo cual profundiza la
importancia de su protección.
Hoy, con la crisis generada por la aparición del covid-19,
se estima que el aumento de la pobreza en el mundo obligará al incremento en
casi un punto porcentual el trabajo infantil en el orbe. Esto significa que las
niñas y niños que ya trabajan podrían tener que hacerlo durante más horas y, en
peores condiciones, lo que de manera lamentable va a causar un daño
significativo a su salud y a su seguridad, además de impedirles el pleno acceso
al derecho humano a educarse.
México no se puede permitir desperdiciar el potencial humano
de una generación de mexicanos por esta grave situación. El gobierno —en sus
tres niveles: federal, estatal y municipal— debe reafirmar su compromiso por la
protección de los derechos de la niñez, ya que este importante capital humano
será clave en nuestro desarrollo como país.
Tiene que quedar claro que proteger el presente de nuestras
niñas y niños es garantizar el futuro de nuestra nación.
Como Corolario, la dura frase del siquiatra estadunidense
Karl Menninger: “Lo que se hace a los niños, los niños harán a la sociedad”.