Corolario
La corrupción sigue siendo una de las mayores preocupaciones
de los ciudadanos. A pesar de que no apareció de manera importante en la agenda
electoral del proceso recién vivido, hay señales que nos indican que es un
fenómeno que, de manera lamentable, sigue arraigado en nuestra vida social.
Esta situación se encuentra relacionada de forma directa con
el servicio público, pues en la mayoría de los casos, un acto de corrupción
supone el inadecuado uso de los recursos públicos o el desvío de los mismos
para fines y beneficio particulares.
Desde hace mucho tiempo, la corrupción se ha convertido en
nuestro país en un mal endémico que ha penetrado en todos los órdenes de
gobierno —tanto a nivel federal, como en los estados, Ciudad de México,
municipios y alcaldías— y sigue generando casos escandalosos y un contagio
diseminado.
El combate a la corrupción fue un propósito que generó
muchas esperanzas en la ciudadanía. Según cifras ofrecidas por la última
Encuesta Nacional de Calidad e Impacto Gubernamental realizada por el Inegi, la
percepción ciudadana en 2019 sobre la frecuencia de los actos de corrupción en
el gobierno fue del 87%, mientras que en el año 2017 era del 91 por ciento.
Es decir, la percepción de la ciudadanía ha mejorado, no
obstante que la misma encuesta reporta un incremento en el número de ciudadanos
afectados de forma directa por prácticas de corrupción, al pasar de 25,541 a
30,456 casos de corrupción en 2019.
Sin embargo, en el ámbito internacional las cosas no se ven
en el mismo sentido. En el Índice de Capacidad para Combatir la Corrupción
2021, organizado por la Americas Society, Council of the Americas y Control
Risks, el cual juzga la capacidad de los países latinoamericanos para detectar,
sancionar y prevenir la corrupción, los resultados son preocupantes.
Este mecanismo clasifica a los países en función de la
eficacia con la que son capaces de combatir la corrupción. Se evaluó a 15
países de América Latina y se consideraron variables tales como: la
independencia de las instituciones judiciales, la solidez del periodismo de
investigación y el nivel de recursos disponibles para combatir los delitos
cometidos por servidores públicos.
Según los resultados arrojados, México obtuvo una puntuación
de 4.65, donde diez representa la mayor probabilidad de que los actores
corruptos sean procesados y castigados. Esto coloca a nuestro país en el lugar
11 de los 15 países evaluados.
Como hemos dicho con anterioridad, quien comete un acto ilícito
y no recibe el castigo, no duda en repetir su acción; por otra parte, quienes
observan un ilícito no sancionado, tienden a imitar ese hecho, lo que implica
su repetición y reproducción; aquellas víctimas de los ilícitos que observan
que sus agravios no son sancionados por la autoridad, recurren a hacerse
justicia por propia mano; y, por último, cuando la corrupción e impunidad se
transforman en algo normal dentro de una sociedad, se llegan a convertir en una
enraizada costumbre.
La verdad es que el Sistema Nacional Anticorrupción, que fue
creado en el año 2015 mediante una reforma constitucional, no ha funcionado
como fue concebido y su combate se percibe como un ejercicio de efectos
aislados y selectivos. Y corrupción sin castigo estimula la impunidad.
La evaluación y la percepción internacional que se tiene de
la manera de combatir la corrupción en nuestro país son elementos que inhiben
la inversión extranjera, tan necesaria para reactivar la economía nacional
afectada por la pandemia.
Como Corolario la frase del novelista paraguayo Augusto Roa
Bastos: “El poder de infección de la corrupción es más letal que el de las
pestes”.