La Declaración Universal de Derechos Humanos —en su artículo 3º— reconoce que todo individuo tiene derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de su persona. Nuestra Carta Magna en su artículo 21, párrafo 9, dispone que la seguridad pública es una función de responsabilidad concurrente —entre los tres órdenes de gobierno— esto es federal, local y municipal.
Esta legislación mandata al Estado el cumplimiento de su principal función y fin último: salvaguardar la vida, las libertades, la integridad y el patrimonio de las personas; así como también, garantizar la generación y preservación del orden público y la paz social.
En este mismo orden de ideas, se considera a la seguridad pública como un derecho fundamental que implica una importante obligación a cargo del gobierno de prevenir, investigar, perseguir delitos y sancionar infracciones administrativas.
En la actualidad, el entorno social muestra múltiples factores que impiden el desarrollo integral de las personas y de la sociedad misma, pues seguimos padeciendo situaciones sistemáticas y lacerantes que impiden el pleno ejercicio de nuestros derechos.
Ejemplo de ello se plasma en el Índice de Percepción de la Corrupción 2022, publicado el mes pasado por Transparencia Internacional, en donde se evaluaron los niveles de percepción de corrupción en el sector público en 180 países. La puntuación 0 significa altos niveles de corrupción, mientras que 100 representa los más bajos niveles.
Por lo que hace al Continente Americano, los países mejor evaluados fueron Uruguay y Canadá, con una puntuación de 74; los peor evaluados fueron Venezuela, con 14 puntos, y Haití, con 17.
Nuestro país ocupa el lugar 126 de 180 países, con una puntuación estancada de 31 puntos, pues de 2020 a 2022 no ha cambiado nuestra evaluación. Esto nos sitúa en el nada honroso sitio de ser considerada la nación más corrupta de entre los miembros que conforman la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos.
El Índice revela que uno de los efectos más adversos —que viene aparejado a la corrupción— es la impunidad, pues debilita la capacidad institucional de cualquier Estado y permite que se germine y extienda la inseguridad.
Por otro lado, el Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y la Justicia Penal publicó hace unos días un listado de las 50 ciudades más violentas del mundo en 2022, entre las cuales destaca que 9 de las 10 más peligrosas son ciudades mexicanas.
Colima, Zamora, Ciudad Obregón, Zacatecas, Tijuana, Celaya, Uruapan, Juárez y Acapulco destacan en dicha lista. Colima tuvo 601 homicidios —casi 182 por cada 100 mil habitantes— y Tijuana con 2,177, es decir, 105 homicidios por cada 100 mil habitantes.
El catálogo publicado es cauteloso y hace énfasis en que la solución no estriba en el establecimiento de regímenes de excepción que suspendan garantías constitucionales, como ha sucedido en El Salvador, Ecuador y Honduras, ya que los principios de indivisibilidad e interdependencia de los derechos humanos exigen una protección y garantía de todos los derechos.
No existe una política pública recomendada como solución en el orden internacional. Sin embargo, una constante sería que el buen funcionamiento de los sistemas democráticos debe impulsar la transparencia, la rendición de cuentas y el combate a la impunidad. Que, a final de cuentas, son el antídoto insuperable para la corrupción y sus efectos adversos.
Como Corolario, las palabras de Kofi Annan: “Si la corrupción es una enfermedad, la transparencia es una parte medular de su tratamiento”.