Raúl Contreras Bustamante
Más de cuatro meses han pasado desde que se decretó la
suspensión de actividades, derivada de la propagación del virus SARS-CoV-2 en
nuestro país. El modo de vida de las sociedades ha cambiado, sin duda alguna, a
partir de su aparición. El trabajo, la escuela y los negocios en casi todo el
mundo han tenido que adaptarse a esta nueva realidad.
Sin embargo, hay problemas sociales que no sólo no cambian,
sino que también empeoran. Uno de ellos —de manera lamentable— es la violencia
en contra de las mujeres, que en su extremo más cruento se manifiesta en el
fenómeno del feminicidio.
En ocasiones anteriores ya nos hemos referido a esta
detestable manifestación de la violencia de género. El fenómeno se refiere al
asesinato de una mujer por el hecho de serlo. El feminicidio busca tutelar la
vida digna de la mujer. Ello implica no ser considerada como un objeto sujeto
de apropiación, ni algo del que se pueda disponer libremente, incluso de su
persona y vida
Según estadísticas ofrecidas por el Secretariado Ejecutivo
del Sistema Nacional de Seguridad Pública, en el mes de junio hubo un repunte
en los feminicidios en nuestro país, al pasar de 73 delitos en el mes de mayo a
99 víctimas en el mes de junio. Lo que representa un aumento del casi 36 por
ciento.
Para muchas mujeres, las medidas de confinamiento para
combatir la pandemia del covid-19 han significado acrecentar el peligro al que
ya estaban expuestas. Les ha sido impedido estar en lugares más seguros, contar
con recursos para defenderse y se les ha aislado junto con su agresor, pues es
un hecho probado que la mayoría de los casos de violencia contra la mujer se da
dentro del entorno familiar.
La discriminación y violencia contra la mujer —hay que
decirlo— nacen desde las estructuras familiares, costumbres sociales y
tribales, leyes anticuadas, concepciones religiosas, estereotipos creados por
la televisión, el cine y otros medios de comunicación y un sinfín de
manifestaciones sociales más.
Por ello, el reto que México tiene como país para enfrentar
el cáncer social que representa la violencia de género —y de forma específica,
el feminicidio— es mayúsculo. Y para combatirlo de raíz se requiere —como en
muchos otros temas—: educación, educación y más educación.
Comenzando desde la educación básica, porque el gobierno y
la sociedad deben entender que los procesos educativos favorecen las
posibilidades de desarrollo de la persona; deben enseñar y despertar en los
niños una conciencia social de respeto por los derechos de los demás; que
aprendan que será la razón y no la violencia su aliada más poderosa para poder
convivir con éxito en la sociedad. Las revoluciones más trascendentes en la
historia de la humanidad —no lo olvidemos nunca— han sido las del pensamiento.
Además, el gobierno debe reconocer y atacar el fenómeno
eliminando la impunidad que priva en la mayoría de los casos y que termina por
invisibilizar a las víctimas. El Estado —en sus tres niveles de gobierno— no
puede seguir ciego e insensible ante esta falta de justicia.
Fue hasta el siglo XX que la educación se puso a disposición
de toda la sociedad, ya que antes era un privilegio exclusivo de las clases
dominantes. Nuestra generación puede hacer lo posible por terminar con esta
enfermedad crónica que ha asolado a las mujeres desde siempre, en la historia
de la humanidad. La pregunta es: ¿si ya somos conscientes de esta barbaridad,
seremos capaces de erradicarla?
Como Corolario, las palabras de la activista y profesora
estadunidense Angela Davis: “No estoy aceptando las cosas que no puedo cambiar,
estoy cambiando las cosas que no puedo aceptar”.