Es sabido que una de las características del feudalismo era el establecimiento de un pacto de fidelidad entre los siervos y los Señores feudales, mediante el que se reconocía el intercambio de una parte de la producción obtenida o la participación en actos de guerra, a cambio de la protección de aquel ante las bandas de salteadores y otras formas de criminalidad y ejercicio de la violencia en le época.
Ante la ausencia de un Estado regulado por una constitución y un corpus jurídico que reconociera por igual a todas y todos, el uso de la fuerza bruta se convertía en uno de los principales elementos de la mediación social. Grandes historiadores con Jacques Le Goff han interpretado profusamente el significado de un sistema así.
La mención de esto cobra pertinencia en nuestros días porque, de manera paradójica, en el marco formal de un Estado democrático de derecho, estamos atestiguando una nueva forma de “doble obediencia” frente a la que la mayoría de las y los ciudadanos no tenemos alternativa.
Se trata del delito de la Extorsión, el cual se comete impunemente en todo el territorio nacional. De acuerdo con el Código Penal, lo comete: “quien sin derecho obligue a otro a dar, hacer, dejar de hacer o tolerar algo, para obtener un lucro para sí o para otro, o causando a alguien un perjuicio patrimonial”.
Este delito se perpetra a plena luz del día, en localidades de todos los tamaños, en todos los sectores de la economía y tiene como víctimas a personas de todos los estratos socioeconómicos.
Es un ejercicio, como se plantea desde la jerga económica, de doble o hasta triple tributación; porque se comete desde los ámbitos institucionales hasta los criminales en figuras como la llamada extorsión telefónica, pero también lo que comúnmente se llama el “cobro de piso” o abiertamente la “venta de protección” o el cobro de dinero a cambio de no ejercer violencia física o patrimonial en contra de las personas y sus familias.
Pero se equivocaría quien lo perciba como un fenómeno económico. En el fondo, se trata de un atentado contra le legitimidad de las autoridades democráticamente elegidas, porque si hay una persona o grupo de personas con la capacidad de utilizar armas, persona, infraestructura y equipos para obtener dinero, bienes o acciones de las personas, al margen de la legalidad, lo que se tiene es un desplazamiento, llámase arbitrariamente, del pacto de obediencia: se desplaza el reconocimiento a la autoridad formalmente establecida y en los hechos, se obedece tácitamente al mandamiento del criminal.
Esto significa una severa crisis del Estado democrático. Y es urgente que deje de operar así, porque el efecto corrosivo de las instituciones es mayor. Así se demuestra con las diferentes encuestas de percepción de la criminalidad: la mayoría de la población cree que las policías locales y estatales están coludidas con la delincuencia y, en el mejor de los casos, no intervienen para detenerla o confrontarla.
De acuerdo con los datos más recientes del INEGI, el delito de la extorsión es el que goza de mayor impunidad: la cifra negra reportada en 2021 es de prácticamente 98%, es decir, de cada 100 víctimas, sólo dos interponen una denuncia ante el ministerio público y de ellas, sólo en el 55% de los casos se inicia una carpeta de investigación.
No hay Estado social de derecho posible donde la mayoría de las personas piensan que el Estado, a través de sus policías, está coludido o peor aún, sirve a los grupos delincuenciales. No hay posibilidades de transformación social y de generación de bienestar si la seguridad y el patrimonio de las personas está a disposición de los malhechores; y por ello es urgente terminar de tajo con este peligroso retroceso a formas feudales de mediación social; anti modernas y, sobre todo, contrarias a la irrenunciable aspiración de vivir en un Estado social de derecho.