
La desaparición forzada en México lleva décadas. Es parte de nuestra trágica historia, Ha sido una constante dolorosa y alarmante que parece ya estarnos acostumbrando y ello, en sí mismo, sería otra desgracia más.
Primero, entre las décadas de 1960 y 1980 en manos del Estado, creando atmósferas mediáticas, discursivas y construyendo criminales del régimen so pretexto de ser calificados de “enemigos de la revolución”.
Al respecto, la Organización de las Naciones Unidas (ONU) registró 374 denuncias por crímenes de Estado entre 1960 y 1980; por su parte, el Comité Eureka, que presidía doña Rosario Ibarra de Piedra, contabilizó 557 expedientes de personas desaparecidas entre 1969 y 2001, de los cuales más de 530 corresponden a personas desaparecidas hasta la década de 1980. Pero estas cifras son muy conservadores si nos atenemos a lo que el año pasado se dio a conocer con la investigación “Los vuelos de la muerte”, el cual relata que durante el periodo de la “guerra sucia” en México, “el ejército, la policía y la Dirección Federal de Seguridad (DFS) cometieron graves violaciones a los derechos humanos, tales como actos de tortura, secuestros, asesinatos y desapariciones forzadas de cuando menos mil 500 activistas o personas bajo sospecha de atentar contra el Estado”, que eran arrojadas al mar, allá por Pie de la Cuesta.
Y desde hace cuando menos 30 años, el crimen organizado es el que ha jugado un papel central en esta tragedia, utilizando la desaparición forzada como una herramienta para sembrar el miedo, eliminar rivales, incrementar “sus posesiones” territoriales y humanas” y, de este modo, consolidar su poder.
En la década de 1990, en Ciudad Juárez, Chihuahua, más de 700 mujeres también desaparecieron o sus cuerpos fueron hallados en el desierto o en baldíos con huellas de violencia inauditas. La partidización de la crisis, por una absurda disputa entre el viejo PRI contra uno de los “bravos del norte” del PAN, que les había ganado la gubernatura, provocó la mayor de las descoordinaciones intergubernamentales, peloteo de culpas y, con ello, omisiones, detenciones arbitrarias, construcción de culpables y abandono de las víctimas.
Las muertas de Ciudad Juárez son quizá uno de los ejemplos más emblemáticos y dolorosos de la violencia de género en México y misoginia, impunidad, desidia e indulgencia gubernamental imperdonables. Nunca se logró tener una verdad contundente sobre los responsables ni justicia para las víctimas y sus familias.
Ha sido el crimen organizado el que más ha lastimado a la sociedad mediante métodos coercitivos en el reclutamiento de sus sicarios, empleados, vigilantes, laboratoristas, médicos, mecánicos, entre tantos otros para tenerlos en su bando, o, en su defecto, para asesinarlos, desaparecerlos y debilitar a sus rivales.
En este preciso momento, en algún lugar de Guerrero, Oaxaca, Michoacán, Chiapas, Veracruz, SLP o Tamaulipas, los grupos delictivos realizan “levas” de jóvenes, imponen reglas a comunidades con la privación ilegal de la libertad y el trabajo forzado como métodos de castigo. Y lo hacen a ojos de las autoridades, frente a la mismas policías estatales y guardias nacionales. Allí están los casos de jóvenes indígenas, campesinos y migrantes, que son las principales víctimas de esas arbitrariedades.
En la desmemoria queda ese no tan lejano 2010, con la desaparición de 72 migrantes y su ejecución en San Fernando, Tamaulipas. Poco se investigó, mas sigue ocurriendo: en la larga travesía por territorio mexicano, los migrantes centro y sudamericanos son extorsionados y retenidos con fines económicos, explotando al máximo a sus familiares en Estados Unidos a quienes exigen entregas de dinero en las tiendas donde hay cajas de pago tipo Western Union, Money Gram, entre otras, a cambio de dejarlos continuar su trayecto o amenazas de ser ejecutados o retenidos para poner a trabajar bajo sus órdenes. ¿Y la autoridad no sabe que ocurren estos delitos?
Ni qué decir del muy tocado tema de los 43 estudiantes de la normal rural de Ayotzinapa deja en claro la complicidad de los tres niveles de gobierno con el crimen organizado.
A pesar de los lastimosos ejemplos, las desapariciones son un grave problema nacional. Las víctimas, en su mayoría jóvenes de escasos recursos de los barrios bajos, de la periferia, campesinos, migrantes, pero también hay estudiantes del sector salud, laboratoristas o mujeres cuyo único pecado ha sido ser vistas como objeto sexual de los criminales.
Las respuestas de las autoridades han sido insuficiente y tardía, permitiendo que los crímenes se multipliquen y los asesinos queden sin castigo. Lo peor ha sido el pésimo gusto por politizar, partidizar e ideologizar cada tema, cada expediente, cada víctima por parte de los aparatos de propaganda encargados de esparcir culpas y escupir al cielo en sus afirmaciones.
Organizaciones de derechos humanos y activistas han luchado incansablemente por justicia, llevando sus casos a la atención internacional, sin que pase de ser sólo una muestra más de por qué México es un lugar peligros para vivir.
Sin embargo, la violencia continúa, y el dolor de las familias de las víctimas sigue creciendo como una herida abierta que no cicatriza. De acuerdo con datos de Quinto Elemento Lab, en la investigación “A dónde van los desaparecidos” de Efraín Tzuc son más de 5 mil 600 las fosas clandestinas detectadas de 2016 a la fecha.
Ante la actual crisis, luego del escandaloso tema de Teuchitlán, la presidenta Claudia Sheinbaum marca otra diferencia con su antecesor. Ya no evadió el problema, ni elude hablar de las víctimas o encontrarse con las familias de buscadores. Lejos de jugar al oportunismo o sumarse al absurdo y burdo aparato de propaganda oficialista (¿se mandan solos?) que buscaba descalificar una vez más a las madres buscadoras, la mandataria anunció 13 acciones de su gobierno para dotar de herramientas científicas y tecnológicas la labor de búsqueda, además de compromisos de coordinación intergubernamental. Al mismo tiempo, en el Legislativo ya grupos parlamentarios preparan propuestas para dotar de herramientas legales a las familias y los activistas de búsquedas de personas.
¿Hay buenas señales? ¿Es este cambio de actitud una nueva etapa para enfrentar juntos la grave crisis de los desaparecidos en México? ¿Serán suficientes las 13 acciones comprometidas o se requiere un apretón institucional más para que funcionen todos los esfuerzos?
Familias enteras viven en la incertidumbre, buscando sin descanso a sus seres queridos, mientras los perpetradores quedan impunes. Esta situación no solo afecta a las víctimas directas, sino que desgarra el tejido social y deja cicatrices profundas en la comunidad. Y sí, Teuchitlán nunca más debió ocurrir, como tampoco Ayotzinapa, San Fernando ni “los vuelos de la muerte”.
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