Santiago López Acosta
Este año conmemoramos 200 años de vida
independiente, el próximo 27 de septiembre, por cierto, fecha excluida del
calendario cívico, y durante este trayecto hemos tenido muchas revueltas y
revoluciones, casi todas disputando el poder político, y por ende gobiernos
típicamente autoritarios y hasta dictatoriales, de tal manera que la mayor
parte de nuestra historia ha tenido ese sello. Nuestras instituciones,
prácticas y cultura democrática son de muy reciente cuño y, por ende, con
escasa tradición y consolidación.
La construcción democrática en nuestro
país apenas pasa de unas cuantas décadas recientes, y con no pocos problemas,
que con dificultad se han ido sorteando.
Las tres alternancias en la presidencia
de la República y en la diversa composición de las cámaras del Congreso de la
Unión, así como en los poderes estatales y municipales se había convertido en
una normalidad democrática de los años recientes. Certeza en los procedimientos
electorales e incertidumbre en los resultados, han sido hasta el momento una
constante de nuestra realidad política.
Sin embargo, después del 2018, donde hubo
resultados contundentes e inobjetables que nadie cuestionó, desde el nuevo
gobierno federal se empezó a señalar todo lo edificado previamente, con
argumentos fundamentalmente ideológicos, y en muchos casos sin sustentos
racionales y lógicos, generando enormes pérdidas de todo tipo.
Se han puesto en entredicho instituciones
que no responden a los intereses del grupo en el poder y que evidentemente les
estorban para sus propósitos, como es el caso de los organismos electorales,
aun y cuando con la actuación de éstos llegaron a donde están.
En la clase política no se ha podido
conformar la cultura del respeto a los adversarios y reconocer a los ganadores
de una contienda electoral, cuando no son ellos mismos; sería mucho pedir que
además los feliciten, algo que ocurrió por excepción, con los candidatos
presidenciales que no lograron la mayoría en 2018. El escenario que desde el
poder presidencial y su partido reconozcan los resultados, aun y cuando les
puedan resultar adversos, se ve poco probable; más bien, tal parece que ya se
empezó a extender el discurso del fraude electoral, como cuando estaban en la
oposición; si eso ocurre la noche de la elección y los días subsecuentes sería
una mala noticia para nuestra frágil democracia electoral.
Pero en el actual proceso electoral nos
enfrentamos a una amenaza mucho mayor, como lo es la casi generalización de la
violencia de todo tipo en la mayoría de las regiones del país. Las estrategias
gubernamentales para enfrentar la inseguridad han sido un fracaso y las
incidencias en la materia se han incrementado exponencialmente; y los actores
políticos y electorales no se han escapado de la vorágine de la violencia. Se
han registrado cerca de 600 hechos delictivos en contra de candidatos,
políticos o funcionarios, cerca de 90 asesinatos políticos, dentro de los
cuales, entre 13 y 32, según la fuente, eran candidatos a cargos de elección
popular. La delincuencia definiendo quién puede o no ser candidato, y muy
probablemente quién llegue al cargo, principalmente en los ámbitos municipales;
sin contar, porque es muy difícil saberlo, los que están coludidos o de plano
son parte de esos grupos delictivos y que llegarán a cargos políticos.
Con razón se ha calificado este proceso
electoral como el más violento de la historia, y esa en mi opinión, es la más
grave amenaza a nuestra incipiente y joven democracia. Que un alto mando del
ejército norteamericano y el más reciente exembajador de los Estados Unidos de
América hayan declarado que casi dos tercios del territorio nacional está
controlado por la delincuencia organizada y que el gobierno federal y los demás
órdenes de poder no hacen lo suficiente para evitarlo es gravísimo, y nos
estamos dando cuenta que desgraciadamente es verdad.
Es penoso que ante este dantesco panorama
la clase política mejor se encuentra enfrascada en confrontaciones políticas
con evidentes tintes electorales, la intromisión abierta de quien debe en el
proceso electoral, acusaciones de compra de votos sin el sustento suficiente,
el periplo del fuero y la supuesta orden de aprehensión contra el gobernador de
Tamaulipas, que se va a judicializar la elección, las presiones hacia los
ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación y demás etcéteras.
Muchos frentes de división y ni una pizca de búsqueda de unidad.
Tal parece que no se dan cuenta que el
país con sus débiles instituciones se nos está deshaciendo entre las manos, o
peor aún, no parece importarles. Llámese como se quiera, estado fallido,
narcoestado, regresión al autoritarismo, pero el caso, a final de cuentas, es
que los saldos no son favorables para mantener la estabilidad y la
gobernabilidad democrática.
En las próximas elecciones no solo se
están disputando más de 20 mil cargos de elección popular, sino la viabilidad
democrática del estado y sus instituciones, que no es asunto nada menor.
El panorama no es nada halagüeño, pero
cada uno debemos asumir la responsabilidad que nos corresponde, los ciudadanos
salir a votar el próximo 6 de junio con libertad, responsabilidad y sin miedo,
los funcionarios electorales a generar las condiciones para que se exprese
libremente la voluntad popular, los partidos políticos y candidatos a coadyuvar
en la vigilancia de la elección a través de sus representantes generales y en
las casillas, y los gobernantes a garantizarnos, en la medida que puedan, la
seguridad y la tranquilidad para un clima de respeto y tolerancia. ¿Es mucho
pedir?