Luis Acevedo Pesquera
Hay que ser muy perverso, lo que
implica un elevado nivel de inteligencia, o simplemente ignorante para insistir
en reformar a la Ley del Banco de México, para permitiría a los bancos
(básicamente Azteca) recibir dólares estadounidenses en efectivo sin restricción
alguna y, con ello, obligar al banco central a captar los remanentes que los
mexicanos no pueden intercambiar en la banca comercial.
Con esta operación se abriría la
puerta para desmantelar a todos los organismos autónomos que actualmente sirven
de contrapeso a las decisiones unilaterales y, por tanto, antidemocráticas del
Poder Ejecutivo mexicano representado en el Presidente de la república.
Importa especialmente el caso del
Banco de México (Banxico) como baluarte de credibilidad nacional y en la construcción
de confianza en el contexto global, tanto que su modelo sirvió de inspiración
para la creación de los organismos de Bretton Woods que permitieron reconstruir
los efectos de la Segunda Guerra Mundial, aunque décadas después y por la negligencia
gubernamental la sociedad sucumbiría ante ellos.
Las propuestas para cambiar su
estructura nuevamente ponen en riesgo al país y representan un retroceso de más
de medio siglo.
En las exposiciones de motivos de
las dos primeras leyes orgánicas del Banco de México que, con diversas
modificaciones, lo tutelaron desde su fundación en 1925 hasta principios de
1941, prevaleció la intención de que el gobierno federal ejerciera las funciones
de banquero central a partir de sus intereses políticos y en contra del interés
público, al que debía proteger evitando la expansión monetaria y la inflación
que impedían el desarrollo económico aunque le garantizaban votos y lo
consolidaban en el poder.
Con la expropiación de la banca y
el control de cambios en 1982, la naturaleza jurídica del Banxico pasa de ser
una sociedad anónima a organismo público descentralizado mediante la reforma al
Artículo 28 de la Constitución, con lo que las normas de la política crediticia
se le retira a los particulares para quedar en manos y responsabilidad de un
cuerpo técnico especializado de conformidad con las directrices de política
monetaria y crediticia que anualmente le señale la Secretaría de Hacienda y
Crédito Público.
En 1985 se expidió la Ley
Orgánica que integra a su Junta de Gobierno con once miembros, de los cuales
siete debían ser, ex oficio, funcionarios de la administración pública federal,
lo que contravenía el interés de impedir la recurrencia de más crisis
económicas porque las decisiones mayoritarias de financiamiento público o
impresión de dinero seguían dependiendo del Ejecutivo Federal.
Como resultado del avance
democrático, resultante del deplorable manejo gubernamental del país y de los
compromisos internacionales (FMI, Banco Mundial, OCDE y TLCAN) en 1993 el
Congreso mexicano reformó los artículos 28, 73 y 123 de la Constitución, con lo
que el banco central adquiere su autonomía y deja de ser un organismo público
descentralizado, bajo el control absoluto del gobierno federal, para
convertirse en una nueva entidad de derecho público que ejerce funciones
inherentes al Estado y sin estar incluido en la administración pública federal,
que forma parte del Poder Ejecutivo.
De esa manera, el Presidente de
la república, como líder político del partido en el poder y jefe del Poder
Ejecutivo, quedó excluido de las áreas estratégicas correspondientes a la
acuñación de moneda y a la emisión de billetes.
Con base en esa autonomía el
banco central hoy está obligado a procurar condiciones crediticias y cambiarias
favorables a la estabilidad del poder adquisitivo del dinero; hace más claro el
régimen que limita el monto del crédito primario; garantiza y amplia las
facultades de la institución para regular, mediante disposiciones de carácter
general, el crédito y los cambios y constitucionalmente ninguna autoridad puede
ordenarle conceder financiamiento o convertirse en una ventanilla oficial de
lavado de dinero, como pretende la Iniciativa del senador Monreal, promovida
por el Presidente de la República.
Dar paso a esta reforma
constitucional significaría un retroceso legal y democrático de 28 años, pero
en términos económicos y de bienestar sería tanto como regresar, en el mejor de
los casos, a los años setenta cuando el país no se había globalizado ni
existían los compromisos internacionales, que obligan al país incluso
constitucionalmente, la economía informal no tenía las dimensiones actuales y
la pobreza no agobiaba a más de la mitad de la población mexicana.
Cambiar las normas que garantizan
el buen gobierno por ignorancia, terquedad o perversidad política es dinamitar en
pleno siglo XXI a las instituciones democráticas de México que tanto esfuerzo
han significado para la población, incluido el “pueblo bueno”.
@lusacevedop