El pasado 1 de julio el presidente de la República y su partido festejaron los tres años del triunfo por el que llegaron al poder federal en 2018, elección que además marcó la reconfiguración del sistema de partidos políticos en México, la abrupta aparición de un nuevo partido predominante, con pretensiones de hegemónico y una oposición sumamente debilitada.
Durante los últimos tres años la oposición luchó para reagruparse y enfrentar con posibilidades a una fuerza política mayoritaria y al propio gobierno federal en las elecciones intermedias del 6 de junio pasado.
Los tres partidos que dominaron la escena política las últimas tres décadas anteriores (PRI, PAN y PRD) lograron conformar una coalición electoral que tuvo éxito para las elecciones de diputados federales, más no así para las gubernaturas. Serán un contrapeso importante en la Cámara de Diputados, pero perdieron mucho terreno en el ámbito de los gobiernos estatales.
Es pertinente realizar análisis y reflexiones sobre los opositores en lo particular y tratar de visualizar su pertinencia y trascendencia en el corto y mediano plazo.
El otrora partido hegemónico, como lo clasificó Giovanni Sartori, desde su fundación hasta 1988, el PRI de la actualidad está muy lejano de sus viejas glorias donde dominaba todo el escenario político. Durante el proceso de cambio político, del autoritarismo hacia la construcción democrática, dejó de ser hegemónico, pasando a predominar durante un tiempo, hasta convertirse en una menguada tercera fuerza política nacional en la actualidad.
Fue traumático, en su momento, perder la mayoría absoluta en la Cámara de Diputados en 1997 y la presidencia de la República en el 2000. Contrario a lo que muchos vaticinaron su desaparición, con la pérdida del vértice del poder político tradicional, se mantuvo y recuperó a partir de la fuerza que adquirieron los muchos gobernadores que tenía, y a pesar del fuerte descalabro que significó la elección de 2006, donde se fueron a un lejano tercer lugar, con el 22.22% de la votación, regresaron a la presidencia de la República en 2012.
La coyuntura del 2018 los mandó a su mínimo histórico con el 16.4% de la votación y reducidas bancadas en ambas cámaras del Congreso de la Unión, y con comportamientos disímbolos, en ocasiones con el bloque dominante y en otras con las oposiciones.
Se ha ventilado públicamente que durante los últimos dos años ha perdido el 79% de su militancia, pasando de 6 millones 764 mil 615 afiliados, en junio de 2019, a un millón 398 mil 536 el 29 de junio de este año. En el año 2000 tenía 10 millones de militantes.
En la pasada elección perdió las ocho gubernaturas que tenía, de las 15 que estaban en disputa, incluyendo Campeche y Colima que históricamente no habían perdido, y no ganó ninguna. Participando solo con sus siglas gana en 11 de 300 distritos federales de mayoría, y únicamente cinco de 485 escaños para diputaciones locales. Se recupera con 65 curules federales y 146 locales a través de la alianza con el PAN y el PRD. Lo cual demuestra que, si hubiera participado solo, sin esa coalición, la derrota podría haber sido mayúscula.
Desde el 2016 hasta la fecha ha venido perdiendo espacios en todos los ámbitos de poder, pues gobernaba 15 estados y el 54% de la población nacional, además de la mayoría de los congresos locales y los ayuntamientos. Ahora se ha quedado con cuatro gubernaturas y escasa presencia en los congresos estatales y en los ayuntamientos y gobierna solo 21.7% de la población.
La disputa por las dirigencias, la nacional y las estatales ha sido la constante de los últimos años, tan es así que ha tenido 10 dirigentes nacionales en cinco años, y solo la encabezada por Beatriz Paredes pudo cumplir el periodo estatutario de cuatro años, de 2007 a 2011, siendo además la que mejores resultados alcanzó. Además de acaparar para los dirigentes las candidaturas plurinominales, dejando de lado a cualquier otro aspirante.
Desde la semana pasada la sede nacional del PRI se encuentra tomada por militantes que exigen la renuncia de la Dirección Nacional por los malos resultados de la reciente elección. Aunque estos se han venido dando paulatinamente desde 2016, además de su cada vez más diezmada militancia.
La reacción de la dirigencia ha sido la habitual, en términos de la práctica priista tradicional, desde que eran partido hegemónico, de rechazar y denunciar a los disidentes, de amenazarlos con la expulsión, de recabar apoyos de las dirigencias estatales y de las estructuras formales del partido y publicar desplegados en los medios de comunicación.
Tal parece que no se dan cuenta que muy probablemente se encuentran en fase terminal y que, si no realizan una profunda reflexión y autocrítica de su situación, además de actuar y tomar las medidas necesarias, la circunstancia los puede alcanzar muy pronto.
Los gobiernos del Estado de México, Coahuila, Hidalgo y Oaxaca, como restantes y aparentes bastiones priistas estarán en disputa en 2022 y 2023, y los pivotes de la recuperación, como lo fueron después del 2000, se pueden terminar y no se ve cuál sería el asidero alterno para evitar la hecatombe en 2024, más que continuar aliado con el PAN y lo poco que queda del PRD.
Gran parte del voto duro priista se ha trasladado a Morena, junto con la militancia que ha migrado, y si no se mantiene en el bloque opositor, solo le quedaría el no muy honroso papel de un satélite más del partido en el poder. Si ese fuere el caso, triste final del principal partido mexicano del siglo XX.