Nada hay que creerle al cuento infantil que cada vez anuncia un país a punto de irse al garete, a menos que alguien con poderes sobrehumanos se haga cargo de salvarnos. No estamos para andar mirando un asunto tan serio como lo es el poder a la manera de una fábula de los hermanos Grimm. Somos ya mayorcitos como para andar abordando los dilemas públicos como si fueran un lío entre el Lobo y Caperucita Roja o la fuga de Hansel y Gretel para escapar de una bruja malvada.
Algo habremos hecho bien en México para que en este momento de nuestra historia se asomen en el horizonte no una sino varias personas aspirantes a ocupar la presidencia de la República, cuyos atributos sobresalen respecto de sus defectos.
Nadie debería arrebatarnos para el 2024 la alternativa de elegir entre las opciones mejores. Por ello incordia la historia esa que solo propone dos tipos de seres humanos y también que los comicios por venir serán una ocasión definitiva para derrotar al adversario.
En defensa del criterio propio es que escribo estas líneas. Mi oficio es el periodismo y este no podría hacerse con sinceridad si quienes lo ejercemos tuviésemos que renunciar a la emisión de juicios de valor sobre lo que se observa y concluye a propósito de quienes se proponen para conducir el gobierno de los asuntos que son de todos.
El lunes de esta semana Marcelo Ebrard Casaubon me invitó a ser una de las tres personas que presentaron su texto autobiográfico El camino de México. Durante este evento fui introducido como lo que soy: un profesional que honrosamente ejerce el periodismo. No hubo ingenuidad alguna en haber aceptado. La intención obvia fue conversar sobre el testimonio, a la vez íntimo y también político, de un aspirante a gobernar la nación.
Hay otras personas que, al igual que Marcelo Ebrard, desean la máxima magistratura. Sin embargo, al menos hasta ahora, ninguna ha publicado un testimonio así de personal para explicar sus motivaciones.
Tengo en mi biblioteca una sección extensa dedicada a la autobiografía política. Creo que esos volúmenes proporcionan más entendimiento sobre la sicología del poder que todos los textos vecinos del mismo librero.
En esos anaqueles encuentro, sin embargo, muy pocos volúmenes de este género cuya autoría tenga firma mexicana; menos aún son aquellos fechados recientemente y que no parezcan haber sido escritos por encargo.
Ahora repito aquí, en letra impresa, algunas de las reflexiones que expuse en el Palacio de Minería. La primera tiene que ver con el argumento expresado arriba. Quien quiera encontrar en las páginas del libro de Ebrard una letanía contra sus enemigos saldrá defraudado. En efecto, los grandes ausentes de este texto son los antagonistas. No se asoma mezquindad en ninguna de sus páginas. En la narrativa no hay malos ni buenos, leales o detractores, fieles o traidores. Es un esfuerzo sincero por construir los argumentos de una lógica adulta capaz de reconocer el mérito en vez de descalificar a quien podría no tenerlo.
Un segundo signo del libro es que apuesta por volver transparentes las motivaciones del autor, tanto a la hora de redactar como cuando justifica sus aspiraciones. Se trata de un escrito en primera persona sobre el entorno familiar, los amores y desamores, los hijos y los estados de ánimo, la solidaridad en el trabajo, las deudas morales y las frustraciones, las cimas y las derrotas, los valores y las creencias.
Recordando a su abuela, Marcelo Ebrard refiere a la importancia que tiene el que, a una buena edad, otra persona vea en ti capacidades de hacer algo que en ese momento tú desconoces.
Este libro narra con generosidad el origen de una vocación política edificada muchas veces a contracorriente. El autor pertenece a la generación de la crisis. Es la mía propia que llegó a la edad adulta con las fracturas económicas de los ochenta y los noventa, con el terremoto de 1985 o el levantamiento zapatista de 1994, con la alternancia partidista del 2000 y luego con la irrupción angustiante de la violencia.
Si bien este es un libro biográfico, por la persona que lo escribe se convierte por momentos en un texto de historia. El camino de México es un relato que, en efecto, permite visitar la historia con H mayúscula.
Ebrard lleva más de cuatro décadas influyendo en el cauce de los hechos públicos. A veces con fortuna y otras muchas asumiendo la derrota. Afirma que su principal virtud es la de ser un buen negociador. Por ello este libro es igualmente un rosario de situaciones en las que el talento político fue clave para superar circunstancias irreconciliables.
Negociar, por ejemplo, con las víctimas de los sismos del 85, hacerlo para recuperar la paz en Chiapas, o para traer a tiempo las vacunas contra el coronavirus, o para salvar al país de la demagogia de Donald Trump.
No es por azar que este tema cobre importancia en el texto. En una época tan polarizada habrá quien crea que la negociación es sinónimo de traición. Esas personas jamás apoyarían a Ebrard como candidato presidencial. En cambio, él se postula como alternativa para quien está fatigado de la fractura como método de hacer política.
El autor es radical en su compromiso con la inclusión de las personas más vulnerables. Como alcalde de la Ciudad de México esa intención se convirtió en realidad. Su empeño a favor de la legalización del aborto y del matrimonio entre las personas del mismo sexo, los apoyos entregados masivamente y por primera vez a las madres solteras o la apuesta por una revolución de la movilidad y el transporte, bajo la premisa de la inclusión, hacen confiable su alineamiento ideológico hacia la izquierda.
El libro también cuenta a detalle los valles e incluso los oscuros pantanos por los que transcurrió su trayectoria. Destaca la persecución sufrida cuando quiso regresar a la tarea parlamentaria y, sobre todo, narra la perversa confección del expediente judicial de la Línea 12 del metro que fue enderezado en su contra por el círculo político de Enrique Peña Nieto.
En cuatro décadas de vida pública Ebrard dice haber consolidado un conocimiento riguroso de los problemas de México y presumiblemente también sobre sus soluciones. No hay, por cierto, tecnocracia arrogante en sus propuestas sino, esencialmente, sentido común.
Ebrard hace notar que en el tema internacional lleva la mayor ventaja. Da prueba de que no solamente tiene habilidad para comprender al mundo sino también de que su voz sea comprendida en el extranjero.
En este libro autobiográfico Ebrard se esmera en demostrar que tiene una visión luminosa para México en el que las generaciones futuras merecerían vivir.