Hace unos días fue publicado por el Coneval el resultado sobre la Medición Multidimensional de la Pobreza en México. Se trata de un estudio que genera información sobre la pobreza a nivel nacional, estatal y municipal para que los tomadores de decisiones cuenten con evidencia científica sólida sobre los avances y retos de nuestra situación social.
Los datos arrojados son preocupantes, pues señalan que, en general, el país registró en el año 2020 un porcentaje del 43.9% de su población viviendo en algún tipo de pobreza. Ello equivale a cerca de 56 millones de personas. Además, el Coneval contempla en su indicador de Bienestar económico que el número de población con ingreso inferior a la línea de pobreza por ingreso asciende a 66.9 millones de personas.
Las cinco entidades federativas con mayor porcentaje de población en situación de pobreza son: Chiapas con 75.5%, Guerrero con 66.4%, Puebla con 62.4%, Oaxaca con 61.7% y Tlaxcala con 59.3%.
Es importante destacar que, para que pueda haber un combate efectivo al fenómeno de la pobreza, hay que entender a cabalidad su dimensión. Porque el tema va más allá de la falta de ingresos y recursos que garanticen una vida sostenible. Es —como muchos de los males que nos aquejan como sociedad— un problema de derechos humanos.
Las aristas en las que se desdobla la pobreza son muchas y muy variadas, entre ellas están: el hambre, la malnutrición, la falta de una vivienda digna y el acceso limitado a otros servicios fundamentales para que las personas vivan con dignidad, como la educación o la salud.
Siempre habremos de insistir que es la educación el arma más poderosa y eficaz para zanjear la profunda brecha de desigualdad que existe. El aprendizaje y la educación son fundamentales para el desarrollo no sólo de los Estados, sino de las personas mismas, y son pieza clave para acabar con la pobreza en todas sus formas y en todas las latitudes.
La valía de la educación radica en que proporciona habilidades que aumentan las oportunidades laborales y los ingresos de las personas, al tiempo que ayuda a proteger a las personas de vulnerabilidades socioeconómicas y les permite ejercer a plenitud sus demás derechos.
Sin duda, una cobertura más equitativa de la educación reduciría la desigualdad y permitiría que más personas abandonen los últimos peldaños de pobreza.
México sigue siendo un país con una desigualdad social que lastima e indigna. La claridad en las estadísticas oficiales resulta de vital importancia, puesto que a partir de ellas se deberán reencauzar las políticas públicas del futuro y reorientar el gasto público para continuar en la lucha por tratar de atenuar las diferencias sociales.
La pandemia ha traído aparejado el recrudecimiento de la pobreza en el mundo y la educación ha sufrido la mayor disrupción en su historia. La Unesco advierte que, si los gobiernos no toman medidas radicales urgentes, enfrentaremos una auténtica “catástrofe generacional” que podría desperdiciar un potencial humano incalculable, minar décadas de progreso y exacerbar las desigualdades arraigadas.
Por eso, ahora que México y el mundo enfrentan niveles insostenibles de pobreza y desigualdad, necesitamos fortalecer la educación —el gran igualador social— más que nunca.
La apuesta debe ser hoy más que nunca en favor de la educación. La crisis ocasionada por la pandemia no le debe afectar con reducciones presupuestales, sino, por el contrario, se necesitará incrementar la dotación de recursos, puesto que sólo una progresividad financiera sostenible nos alejará de la intolerable desigualdad y pobreza.
Como Corolario la frase del filósofo chino Confucio: “Donde hay educación, no hay distinción de clase”.