Felipe
León López
Quizás
ocurrió hace más de 20 mil años cuando los primitivos ancestros enfrentaron las
primeras pandemias. Entonces, como ahora, buscaron una explicación y una forma
de enfrentar esas enfermedades que llegaban de algún otro lado, casi
invisibles, para matarlos. Quizá desde entonces se ha manipulado la información
y el remedio, se ha abusado del miedo a contagiarse y, tal vez, desde entonces
se haya antepuesto la política sobre la sanación bien sea ésta mágica,
hechicera o científica.
Walter
Ledermann D. en el texto El hombre y sus epidemias a través de la historia
(The Man and his epidemics through the History) cuenta que existen
antiguas referencias de Tucídides, Hipócrates y de Cipriano (siglo III d.C.) de
que “la primera gran pandemia se registró en el mundo antiguo en tiempos del
emperador Justiniano, en el siglo VI d.C.; duró sesenta años y terminó mezclada
con viruela”.
“Luego
tenemos la celebérrima muerte negra, que asoló toda Europa entre 1347 y 1382,
habiéndose iniciado, de acuerdo a la mayoría de las descripciones, en Catay
(China). Desde allí pasó a Europa, donde sólo respetó a Islandia, no así a la
ya descubierta Groenlandia, para extenderse luego a Arabia y Egipto”.
Ledermann
refiere que el médico historiador Laín Entralgo, al analizar la peste negra,
concluyó que hubo tres consecuencias importantes, además de las políticas, pues
terminó con la Guerra de Cien Años:
“a) Una
gran recesión en Europa, no sólo demográfica, sino económica.
“b) Una
exaltación de ciertas prácticas religiosas viciosas, como las procesiones de
flagelantes, con un claro contenido social: la muerte nivela a ricos y a
pobres. Los flagelantes hicieron correr la voz de que eran los judíos los
causantes de la peste, con el consiguiente asesinato de miles de ellos. El
Papa, que era inteligente y veía cómo en Avignon la peste estaba lejos de
respetar a los judíos, emitió una tardía e inútil bula declarando su inocencia.
“c) Como
contrapartida, otros vivieron una exaltación de los placeres mundanos, ante la
fugacidad de la vida (carpe diem). En la primera jornada del Decamerón,
Pampinea solicita a sus jóvenes amigos que nadie traiga noticias que no sean
alegres”.
Ferdinand
von Schwarzenberg, el príncipe de la peste, en el siglo XVII, es el
primer caso documentado de cómo las razones políticas fueron antepuestas a
razones de salud pública.
En 1678,
el médico Paul de Sorbeit, “advirtió los primeros casos de peste, importados de
Turquía. Informó al gobierno, pero como se celebraba el cumpleaños del príncipe
heredero y todos los preparativos estaban hechos, las autoridades informaron
los casos sólo como fiebre alta. La fiesta se celebró y los distintos
embajadores se llevaron la peste a sus respectivas naciones. El Rey Leopoldo,
aterrado por lo que había hecho, viajó en peregrinación al santuario de
Maringel, a 85 Km de Viena y la peste viajó con él, de manera que Sorbeit la
denominó pestis ambulans”.
“El
príncipe heredero Ferdinand, por su parte, se caracterizó por su denodada lucha
contra la enfermedad, siendo célebre la anécdota de haber recogido un cadáver
que transportaba el carretero de la muerte, y que éste no quería echar de nuevo
al carro. El príncipe castigó severamente al Magíster del hospital, por ampliar
las cifras de los enfermos y de sus días de estadía, a fin de cobrar mayor
subsidio estatal, así como por apropiarse de algunos legados. En cambio, honró
a Sorbeit y a otros 28 médicos fallecidos en plena labor”, refiere Ledermann.
Desde
entonces hemos padecido mismos métodos y actitudes, como culpar a los demás de
las desgracias. Gobernantes y gobernados, cada quien, en su propia lógica,
buscando explicaciones como si fuera una novedad, cuando llevamos siglos
padeciendo las pandemias.
La larga
historia de la humanidad va acompañada de la historia de las pandemias, unas
más letales que otras. Las consecuencias y el manoseo que se hace de las mismas
no varían: hay intereses económicos y políticos por encima de los intereses de
la salud pública, de las vidas humanas que día con día siguen perdiéndose.
Hace unos
días un amigo cercano, el escritor Luis Francisco Trujillo, me recordó la
película de Felipe Cazals, El año de la peste (México, 1979), una
adaptación libre del Diario de la Peste de Daniel Defoe, escrita por
Gabriel García Márquez y José Agustín. Revivir los diálogos de ese filme y cómo
esa Ciudad de México con 15 millones de personas se envolvía en el terror por
una pandemia que las autoridades ignoraron, minimizaron y terminaron por
encubrir para evitar una crisis política, nos trasladó a la actual
circunstancia por la que atravesamos no sólo los capitalinos sino el país
entero.
"Ante
la evidencia, el gobierno decide controlar la información para evitar el pánico,
organiza brigadas represivas disfrazadas de fumigadores y prolonga las
vacaciones escolares. Los habitantes, por otro lado, fingen no darse cuenta y
tratan de divertirse, mientras la ciudad se llena de cadáveres", retoma
una de las reseñas de la cinta de Cazals.
El 2020
es el año de la peste política, como lo fueron las pestes anteriores, la cual
es más mortífera y más despiadada que la propia enfermedad.
Y aquí
estamos, una vez más, fincando las esperanzas en una vacuna, en el hechicero,
el mago, el médico y el científico, al que se le carga la presión de toda la
humanidad para hallar la salvación; esa salvación al castigo divino/maligno por
ser tan malos.
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