Pese a la creencia
generalizada, el PRI no gobernó al país durante décadas. El partido fue
instrumento del presidente, como ocurre actualmente con Morena. Esto es
relevante para entender y comprender la capacidad del régimen pasado para ir
actualizándose conforme cambiaba el país. La llamada dictadura perfecta o
dictablanda prevaleció a lo largo de más de medio siglo por su capacidad de
cambiar con ajustes sexenales en términos más allá del gatopardismo de
continuidad, aunque no con el impulso renovador propio de un régimen
democrático.
Es frecuente
remitirse al pasado para entender el presente y asumir así que, como los
presidentes imponían su propia agenda, igual sucederá con la presidenta
Sheinbaum. No parece ser el caso, a pesar de las reiteradas opiniones de que la
presidenta establecerá cambios de relevancia respeto a López Obrador. Ella
misma se ha referido una y otra vez a la continuidad, a lo más que ha llegado a
decir en términos de cambio es que hará lo mismo, pero con su propio estilo, es
decir que cambian las formas no la sustancia, una corrección a los malos y
groseros modos de López Obrador no a las decisiones.
Observadores y
buena parte de los opositores parecen no tomar en serio que en la elección ganó
el mandato por la continuidad. El triunfo fue abrumador y la candidata
Sheinbaum hizo campaña con la oferta de dar curso al segundo piso de la llamada
cuarta transformación. Además, ha hecho propia la agenda legislativa presentada
por el presidente saliente, que se concreta con una apresurada reforma al Poder
Judicial Federal y a la SCJN, que cambia en sus fundamentos al régimen
democrático. La militarización plena de la seguridad pública está por
aprobarse, postura genuinamente obradorista contraria a lo que ha sido la visión
histórica de la izquierda mexicana.
La resistencia al
cambio no arredra al presidente saliente ni tampoco a la que está por tomar las
riendas del país. No, porque la postura es doctrinaria, parte de una convicción
no de bondades de lo que se propone, discutibles de principio a fin, sino de la
lógica del poder autoritario, replicando, en eso sí al régimen anterior. La
idea de ceder significa conceder razón al opositor y debilita al proyecto
político y su superioridad moral. La intransigencia es inherente al poder
autocrático, por eso la prisa, la ceguera, el insulto al que difiere y la
resistencia a escuchar; también, el pragmatismo en el empleo de recursos para
la aprobación. Todo es válido en función de los objetivos. Hacer realidad el
anhelo de concentrar el poder en el presidente bien vale un Yunes Linares y
todo lo que representa.
El régimen
autoritario es disfuncional al bienestar de la población. Ciertamente, en estos
seis años se ha determinado una política de gasto para trasladar a amplios
sectores de la población beneficios monetarios directos. Pero no se toma en
consideración el deterioro de la red de protección social para su
financiamiento. El sistema de salud ha dejado en el abandono a 50 millones de
mexicanos, al igual que el educativo son desastre mayor. El esquema da para
ganar votos, no para un auténtico bienestar social.
Generar bienestar
requiere de crecimiento económico. No hay de otra. Se puede crecer y no
socializar los beneficios, pero no puede haber bienestar sin una economía que
lo soporte; el Estado requiere de ingresos para cumplir sus responsabilidades, a
su vez, el crecimiento genera empleo, bienestar, oportunidades y desarrollo en
su más amplia expresión. El subsidio clientelar con pensiones contributivas y
no contributivas impone una presión mayor al gasto público. Los primeros años
del gobierno por iniciar enfrentarán esta realidad y la necesidad de revisar
las premisas básicas del obradorismo.
El crecimiento
económico no se logra con prédicas moralistas o políticas, tampoco con promesas
de buena conducta y generosas intenciones. La economía es un tema de inversión;
hoy queda claro que la participación pública es marginal. Se requiere de la
concurrencia privada, que traslada el juego a los incentivos -que México los
tiene- y a las condiciones que dan certeza y confianza, que se pierden en una
autocracia que prescinde de las reglas, de los órganos autónomos y de un
régimen confiable de justicia.
La intransigencia
autoritaria llega tan lejos como los efectos de su empecinamiento afecten al
país. Las perspectivas no son halagüeñas; la realidad habrá de imponerse tarde
que temprano mostrando de fea manera el costo de ignorarla.