A fuerza de usarlos, los conceptos pueden erosionarse, o simplemente confundirse. Por ello es importante recordar lo que dice el artículo 40 de nuestra Carta Magna: “Es voluntad del pueblo mexicano constituirse en una República representativa, democrática, laica y federal, compuesta por Estados libres y soberanos en todo lo concerniente a su régimen interior, y por la Ciudad de México, unidos en una federación establecida según los principios de esta ley fundamental”.
El tema es relevante ante la elección del día 5 de junio. Al momento de escribir el texto, aun no se tenían resultados del proceso electoral. Sin embargo, por las encuestas publicadas, es probable que el partido del presidente llegue a 22 gubernaturas en total.
De a acuerdo con lo establecido en la Constitución, la base de la organización política en México se encuentra, por un lado, en el Municipio Libre; pero por el otro, en un pacto federal en el que Estados Libres y Soberanos y la Ciudad de México, deciden unirse en un cuerpo superior que se denomina precisamente Estados Unidos Mexicanos.
La decisión del Constituyente de 1917 fue ratificar la decisión de 1857, de organizar políticamente al Estado como una República; con un régimen de gobierno democrático. República y democracia no son lo mismo, de ahí que pueda haber repúblicas donde se ejerce el poder de forma autoritaria.
Para el caso mexicano, volver a estas reflexiones básicas es fundamental, porque estamos una vez más ante el dilema de una democracia que tiene a otorgarle el poder a un grupo hegemónico; en este caso, al partido Morena. Y en un modelo presidencialista tan fuerte, la República, tal como fue concebida teóricamente en 1917 corre un riesgo mayor, pues estamos ante la posibilidad de que se diluyan o al menos se erosionen, los principios fundamentales de un régimen democrático: división de poderes, autonomía de estados y municipios, control del gobierno, transparencia y rendición de cuentas.
Desde esta perspectiva, el presidente de la República está ante una situación dilemática. Continuar con la ruta de acumular cada vez más poder para controlar férreamente la sucesión presidencial, aún cuando se tengan muy malos resultados de gobierno; o bien, aprovechar los escasos 24 meses reales de gobierno que le quedan, para orientar un nuevo curso de desarrollo, que articule a la República, aprovechando la afinidad ideológica de los gobiernos estatales, y conducir al país hacia una nueva ruta de crecimiento con distribución justa de las tareas y los beneficios sociales.
En una visión pragmática del poder, la mayor “tentación” estaría en el primer escenario: buscar ganar en 2023 los estados de México y de Coahuila, los dos últimos estados gobernados por el PRI, y mantener un esquema de gobierno inercial, radicalizando la política social que está en marcha, basada simplemente en el reparto incondicionado de dinero.
La otra ruta es de mucho mayor complejidad porque implicaría fortalecer a los estados y los municipios, a partir de una revisión serena, mesurada, sobre las Leyes de Coordinación Fiscal y la Ley Federal de Presupuesto y Responsabilidad Hacendaria; así como reflexionar en torno al artículo 115 Constitucional y las facultades otorgadas a los municipios; y a partir de ello, reordenar, fortaleciendo institucional y normativamente, a mecanismos para el impulso del federalismo, como es el caso del Ramo 33.
El resultado de la elección del 5 de junio marcará una ruta que será muy importante para el país, dado que marcará la decisión presidencial en uno u otro sentido: avanzar hacia un nuevo federalismo que se apegue al espíritu constitucional, o bien, optar por una República semi centralista, en la que los poderes locales actúen como meros regentes u oficinas auxiliares del Ejecutivo en el ámbito de sus ámbitos territoriales.
La encrucijada no es menor, y es deseable que la decisión presidencial no sea concentrar más poder, esperando que, quien le suceda, “complete” o dé continuidad a lo que él entiende por la “Cuarta Transformación”; porque si hay algo impredecible, eso es justamente el futuro.