Luis Acevedo
Pesquera
Desde hace dos
décadas, cuando menos, Andrés Manuel López Obrador ha sido persistente en
considerar al petróleo como prioridad principal de su lucha política. De eso,
ha dicho, depende generar la riqueza necesaria para resolver la pobreza y,
entonces, transformar la moral para acabar con la corrupción imperante en el país.
Por su sencillez
y arraigo cultural, los tres temas son el imán ideológico con el que ha logrado
conformar uno de los movimientos ciudadanos más amplios que se conocen en
México desde que inició el proceso democrático de alternancia en el poder en el
año 2000.
Sin embargo, se ha
preferido seguir el guion de la campaña política presidencial que contemplaba
la construcción de grandes obras de infraestructura que serán emblemáticas del
gobierno de la transformación. Así se desmanteló un arrogante aeropuerto en
Texcoco para iniciar otro austero en Santa Lucía, arrancaron las construcciones
del Tren Maya y la refinería de Dos Bocas, a contracorriente de las necesidades
nacionales y de las exigencias del mercado global que aceleró cambios en las
tendencias del desarrollo y de los términos de intercambio de bienes y
servicios.
En medio,
irrumpió la pandemia que pudo caerle al gobierno y al país “como anillo al
dedo” de haber contado con una estrategia de transformación basada en la fuerza
social y económica que ante la crisis estuvo dispuesta a colaborar para
resolver las deficiencias estructurales del país, pero en la nueva realidad impuesta
por el coronavirus se prefirió seguir el guion escrito durante el desarrollo
estabilizador que se agotó en los años setenta del siglo pasado, cuando la
noción de la soberanía, la ciencia y tecnología, al igual que el desempeño de
las materias primas tenían consideraciones muy diferentes a las que impone el
siglo XXI.
Los buenos
deseos, no siempre coinciden con el entorno y menos cuando sus bases no son
sólidas ni cordiales. Los recursos económicos de la nación se han debilitado a
pesar del esfuerzo que debería representar la austeridad republicana que, si
bien da para brindar becas y ayudas a los sectores más desprotegidos, no
alcanza para que el sector público cumpla con su parte promotora del desarrollo
nacional. En adición, la inseguridad y la negligencia deterioraron el estado de
Derecho, a veces con anuencia de las autoridades, y la inversión privada no
fluye, no crece el empleo ni el consumo interno.
El desánimo
aumenta agravado por el desmantelamiento de un sistema de salud que se dijo era
ineficaz y corrupto, pero lo creado fue incapaz de responder a la sociedad, que
enfermó por falta de vacunas contra la COVID-19 y ya cobró la vida de más de
201 mil personas, cuando no debió haber ninguna. En materia educativa básica,
media y superior, ya tenemos dos generaciones perdidas, entre otros daños
colaterales por no reescribir el guion que no ve que no entiende que vivimos
otros tiempos.
Al contrario, en
ese regreso al pasado, se modificó la ley para generar energía eléctrica, que
hoy está suspendida en previsión a sus graves consecuencias, porque se expidió
sin cambiarle ni una coma. Contra la justicia, la amenaza presidencial: pelearé
mi ley en la Suprema Corte y si ahí me impiden hacerla valer, “cambio la
Constitución”.
Pero si se duda
del poder gubernamental, apareció ahora la iniciativa de reforma a la Ley de
Hidrocarburos con lo que no solo se da más potestad a Pemex y a la Comisión
Reguladora de Energía (CRE) que, entre otras cosas, directamente podrían
suspender permisos a las empresas privadas de producción, procesamiento, venta,
importación y exportación de hidrocarburos si, a juicio de esa burocracia, hay
peligro para la seguridad existe peligro para la seguridad nacional, energética
o para la economía.
La sensatez
indica que la mejor forma de evaluar una estrategia económica de gobierno es
por sus resultados sociales, porque la economía debe estar al servicio del
bienestar de la población y las variables macroeconómicas básicas son
negativas, lo que arroja que las políticas públicas de desarrollo han fracasado
al no lograr los objetivos anunciados.
Si nos centramos
en los resultados sociales vemos que no hay beneficios duraderos ni progreso
para la mayoría de la población.
Todos los
cambios legales que se han proclamado en el marco de la contrarreforma
energética, y ésta en materia de Hidrocarburos no es excepción, carecen de
argumentos y datos para un debate nacional e internacional, ponen en riesgo
puntos esenciales de la Constitución y de los tratados con el extranjero, al
tiempo que nada aportan al desarrollo nacional; en cambio, ponen en riesgo a
las instituciones y a la democracia.
Aunque pomposamente,
se diga que las reformas velan por el interés nacional.
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