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El Jean-Baptiste de Macuspana

por Mariana Cuéllar
29-11-2022

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Ayer pasé el día en una especie de fascinación. Presencié a través de las pantallas cómo una tumultuosa marcha avanzaba sobre las calles de la Ciudad de México, consecuencia de la convocatoria de Estado para celebrar cuatro años de transformación; de metamorfosis kafkianas. La marcha avanzaba como un animal enorme que repta y que lleva consigo a un hombre vestido de blanco, desde el cabello hasta la camisa. Así transcurría ese domingo 27 de noviembre de 2022. Cuatro años de un gobierno que diseñó la marcha como el fin de una etapa y preámbulo de un cierre amoroso, frenético y delirante.

Durante la marcha la gente se empujaba, se golpeaba. Se escupían de una facción a otra. La estampida avanzaba sobre los que se caían empujados por la multitud enardecida. Los mayores caían sobre sus vencidas rodillas, les pisaban las manos. La turba pasaba por encima del que luchaba por enderezarse. Gritos apasionados, vivas, hurras. Porras locales en dialéctica con otras; los de aquí, los de allá. Amlo te amlo. Divina presencia, el ser más sublime. La gente a su alrededor se agolpaba por estar cerca, por alcanzarlo, por tomarse una selfie, por un autógrafo en un libro, por obtener un momento de protagonismo entre los empujones. Vallas humanas, “protejan al presidente”, los guardias vestidos de civil aprestaban codos, puños, lo que fuera.

Esta mítica imagen inevitablemente me remitió a la literatura, el reino de todo lo posible y -con asombrosa frecuencia- el poderoso oráculo de la realidad. La literatura lo ha visto todo, todo lo intuye. No pude dejar de evocar la ópera prima, la extraordinaria novela de Patrick Süskind.

El Perfume (1985) es una novela que ha encontrado su sitio entre los clásicos de la literatura, con imágenes extraordinarias, contando la historia de Jean-Baptiste Grenouille, que nació entre la inmundicia, en la basura del mercado, entre nauseabundos restos de pescado en descomposición. Nació sin olor propio, pero con el don de un olfato tan desarrollado que le permitía percibir olores a grandes distancias y confiar en su percepción de los olores mucho más que en cualquiera otro de sus sentidos. Era nadie, no tenía olor propio, pero en contraparte, era capaz de percibirlo todo a través de su nariz. Un día encontró un olor maravilloso que provenía de una chica, a la que sin quererlo asesinó para poder olfatearla. Esa fascinación lo trastocó y se impuso como meta última destilar el perfume más hermoso del mundo a partir de mujeres a las que asesinaba para obtener su olor. Paso a paso fue reuniendo esencias, pero al mismo tiempo la gente iba perdiendo a sus hijas y encontrándolas en fosas, virginales, sin cabello ni olor. Lo identificaron como el asesino serial.

Una escena impresionante es aquella en la que se convocó al pueblo en la plaza para la ejecución del asesino, que ya había completado su obra maestra: el perfume. A punto de ser colgado, parado frente a la multitud, el asesino sacó el perfume y lo dispersó en un pañuelo blanco que ondeaba hechizando a la turba seducida, enamorada, embelesada, llorando, pidiendo perdón y perdonando todas las atrocidades de ese ángel celestial. Liberado Jean-Baptiste siguió sin esencia, sin olor propio. El final de la novela tiene lugar en el mismo sitio donde nació, entre la putrefacción y la inmundicia, donde derrama sobre su cabeza todo el contenido del perfume, y a donde la turba llega a adorarlo, a tocarlo, a abrazarlo, a morderlo, a poseerlo, a arrancarle un trozo, a devorarlo en una sensual carnicería donde se deja desmembrar en el acto más sublime de entrega al destino fatídico de un criminal que delinque por amor, delinque como víctima de la necesidad insoportable de encontrar sentido a su propia y desafortunada vida, haciendo daño a los símbolos más sublimes, solo por miseria, solo por encontrarse a sí mismo.

El zócalo estaba repleto. El hombre de blanco, de camisa blanca, de pelo blanco, ondeaba el blanco pañuelo de sus palabras, esparciendo el perfume destilado en el horror y la miseria, en las mujeres perdidas, encontradas después medio enterradas en fosas, en la torpeza del inocente, del que no sabe ni puede, del que es una víctima para siempre, buscándose a sí mismo, sin olor, sin amor, víctima de una soledad histórica, vieja e irredenta.

Ondeando el perfume frente a la turba la hechizaba. Fue amado, deseado, admirado. Entre el palacio y la catedral la marea humana vivía una descomunal orgía donde se poseyeron, se desconocieron unos a otros y donde se amaron sin verse los rostros. Lloraba la turba embelesada, pidiendo perdón y perdonando todas las atrocidades de ese ángel celestial, a mil quinientos días de pañuelos empapados de la matinal fragancia más hermosa del mundo.

La literatura lo sabe todo. Quizás un día, la turba no soporte tanto amor y lo ame con tanta fuerza, que quede inmolado nuestro amado y legendario Jean-Baptiste de Macuspana.