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El peligroso doble papel de las mujeres en las pandillas de Centroamérica

por Redacción
14-09-2021

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"Mi madre no hacía más que fumar crack y mi padrastro llevaba violándome desde que tenía 6 años. Pero un día me harté y lo maté. Fue la primera vez que asesiné a alguien.

Lo hice con un cuchillo y fue bien difícil.

Yo, con mis 12 años, era bien chiquita y él un hombre grande que se resistió con todo su cuerpo hasta el último momento.

Pero lo logré. Y él se llevó su merecido.

Por aquel entonces no sabía nada sobre cómo esconder un cuerpo o borrar evidencias, así que me llevaron presa. Me encerraron en un penal para menores.

Mi infancia fue realmente una mierda".

Durante la hora en la que conversamos, Teresa* solo mostró cierta capacidad de sentir, de padecer, que nos hace humanos en dos ocasiones: cuando recordó su infancia y cuando me habló de sus hijos. El resto del relato transcurrió como si aquello de lo que me estaba hablando no fueran palizas, torturas, asesinatos, sino una suerte de trabajo rutinario.

A los 27 años, esta mujer menuda, de apenas metro y medio, vestida con unos jeans impolutos, una chaqueta deportiva gris y zapatillas nuevas, sus numerosos tatuajes totalmente cubiertos, la cara lavada y el pelo recogido en una coleta, lleva más de media vida de cárcel en cárcel.

Pero al verla cuesta creer que es una de las pocas pandilleras del Barrio 18, y que hoy purga una condena de 198 años por una serie de asesinatos y otros cargos como extorsión.

El Barrio 18 y la Mara Salvatrucha 13 son las dos grandes pandillas que aterrorizan al triángulo norte de Centroamérica, conformado por El Salvador, Guatemala y Honduras, contribuyendo a que sea la región más mortífera del planeta.

Ser mujer y pertenecer por derecho propio a una de estas agrupaciones es raro.

Quizá por eso se ha escrito tan poco sobre ellas, en contraste con todos los artículos periodísticos y académicos publicados sobre los pandilleros.

La mayoría no ocupa un rol central en las estructuras y se limita a desempeñar tareas periféricas, aunque vitales para estos grupos.

A pesar de ello, los miembros varones las consideran figuras de segunda categoría, propiedad de la misma pandilla.

Así, se reproduce al interior de estos grupos el sistema patriarcal imperante en las comunidades que los rodean y ellas se convierten también en el blanco de una violencia atroz.