Felipe León López
Llegó al poder por la vía democrática
con una legitimidad pocas veces vista, remontando adversidades y contrincantes.
Aprovechó el espectro de descomposición y desencanto ciudadano con el anclaje
político tradicional. Desde ahí construyó su mundo de identidades y
alteridades: los míos, los que queremos cambiar y dotar de grandeza a la
nación, o los otros, los que quieren que sigan las cosas igual.
Como candidato supo llegar al corazón de
ese ciudadano que en los últimos años sólo ha observado el convulso mundo de la
política, de crisis económica, de protestas sin consecuencias y el desencanto hacia
todos los partidos políticos; por eso logró gran éxito, porque compartió ese
mismo sentimiento negativo de la ciudadanía hacia la política y los cambios en
la forma de gobernar.
Así fue como se insertó en un discurso
maximalista: o estás conmigo o estás contra mí proyecto. Y avanzó lentamente y
venció en la recta final contra todos los pronósticos.
Ese desencanto abrió paso en algunos
países a que movimientos cívicos dejaran las calles y se transformaran en
nuevos partidos, que han avanzado y ganado terreno, refrescando el espectro
partidista de su país. Muchos análisis
se han hecho al respecto, como el de Sánchez-Cuenca, La impotencia
democrática (2014) o el ensayo de Innerarity, Política en tiempos de
indignación (2015), entre otros que revisan este fenómeno.
Del mismo modo, como pasa con
movimientos, surgen personajes como Bolsonaro en Brasil, el ex vicepresidente italiano
Matteo Salvini y el primer ministro húngaro Viktor Orbán, entre otros, quienes
han aprovechado los escándalos de corrupción y desencanto para hacerse del
poder político, polarizando, sembrando odio y atacando. Y él es uno de esos: un
presidente que ganó por ese ánimo de desencanto y enojo para lanzarse en un
discurso igualmente cargado de resentimiento, ataques y polarización social.
Así fue como llegó al poder y avanzó,
pese que muchos apostaban que no duraría y que podría ser destituido. Fue
imponiendo sus reglas internas y externas, modificó los acuerdos económicos
establecidos, impuso su agenda política día con día, marcó temas emblemáticos
para apuntalar su obra y su gobierno.
Su papel “antisistémico” en el modelo de
gobierno, centralizó las decisiones, sus bases se entusiasmaron y radicalizaron
y el empleo comenzó a relucir, hasta que llegó la pandemia, su talón de Aquiles.
El coronavirus vino a plantársele y a frenarlo en su intentona por prolongar su
gobierno.
No la tomó en cuenta: la minimizó, la
desdeñó, se mofaba de ella hasta que los muertos fueron contándose por miles y
el confinamiento impactó a sus logros económicos y al empleo. Ese fue el
principio de su fin, el término de su era porque ya no generaba las mismas
simpatías, poco a poco, sus fieles fueron distanciándose.
En este sentido, Donald Trump fue
socavando su legitimidad, así como su discurso como auto representante de la
mayoría de la población. Su gobierno se enfrentaba a un sistema corrompido y
dominado por distintas élites, fue sonando vacío y la carga de odio fue motivo
de rechazo cada vez más generalizado. Su mensaje de ser representante de los
intereses de aquellos estadounidenses castigados por las políticas del Partido
Demócrata y un establishment intelectual y mediático, simplemente
fracasó y ahora su intentona autogolpista, fundada en su denuncia de un
presunto fraude electoral, lo tiene en un pie en un importante juicio histórico
y legal que podría anularlo para participar en las próximas elecciones presidenciales
y, con ello, matarlo políticamente hablando.
PD: Te lo digo Trump para que lo
entiendas…
Andrés Manuel López Obrador tiene muy
complicado que alguien le gane en una de sus posturas. El presidente de México,
al igual que su homólogo estadounidense, en estos meses no acepta una crítica,
un error, una equivocación o una mala estrategia. Cargado de una soberbia a
costa del desgaste de su propio gobierno y de su imagen, no sólo ante el mundo,
sino ante quienes habrán de juzgarlo cuando acabe su sexenio.
Durante meses, las denuncias de tráfico
de influencias y de corrupción no han logrado mover a alguno de sus
funcionarios envueltos en polémicas como Zoé Robledo, Manuel Bartlett, Irma
Eréndira Sandoval, Javier Jiménez Espriú o Hugo López Gatell. Entre más los
exhiben, el presidente más los apoya y los considera “el mejor funcionario de
la historia”, aceptar lo contrario, sería simplemente decir que se equivocó. López
Gatell es un buen ejemplo de ello: si éste renuncia aceptaría que la estrategia
contra la enfermedad del covid-19 fue equivocada.
Por otro lado, López Obrador también juega
con fuego. Al echar atrás las reformas democráticas ciudadanas al intentar aniquilar
a los organismos autónomos como el INAI, el IFT y el INE, los cuales han dado
un soporte de libertad y democracia a las instituciones del país. Envuelto en
la soberbia lanza ataques y sin más argumentos que su percepción y su estilo
muy personal de ver la política y de gobernar (como diría Daniel Cosío
Villegas), pretende regresar a un viejo presidencialismo del PRI que el tanto
critica y que costó sangre, sudor y lágrimas a la población mexicana y en
particular a los movimientos sociales desde 1968. Por lo que vemos, es difícil
que cambie de opinión porque su razón es la único que cuenta.
Contacto: feleon_2000@yahoo.com