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El presidente al que no le gusta perder

por Felipe León López
19-01-2021

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Felipe León López

 

Llegó al poder por la vía democrática con una legitimidad pocas veces vista, remontando adversidades y contrincantes. Aprovechó el espectro de descomposición y desencanto ciudadano con el anclaje político tradicional. Desde ahí construyó su mundo de identidades y alteridades: los míos, los que queremos cambiar y dotar de grandeza a la nación, o los otros, los que quieren que sigan las cosas igual.

 

Como candidato supo llegar al corazón de ese ciudadano que en los últimos años sólo ha observado el convulso mundo de la política, de crisis económica, de protestas sin consecuencias y el desencanto hacia todos los partidos políticos; por eso logró gran éxito, porque compartió ese mismo sentimiento negativo de la ciudadanía hacia la política y los cambios en la forma de gobernar.

 

Así fue como se insertó en un discurso maximalista: o estás conmigo o estás contra mí proyecto. Y avanzó lentamente y venció en la recta final contra todos los pronósticos.

 

Ese desencanto abrió paso en algunos países a que movimientos cívicos dejaran las calles y se transformaran en nuevos partidos, que han avanzado y ganado terreno, refrescando el espectro partidista de su país.  Muchos análisis se han hecho al respecto, como el de Sánchez-Cuenca, La impotencia democrática (2014) o el ensayo de Innerarity, Política en tiempos de indignación (2015), entre otros que revisan este fenómeno.

 

Del mismo modo, como pasa con movimientos, surgen personajes como Bolsonaro en Brasil, el ex vicepresidente italiano Matteo Salvini y el primer ministro húngaro Viktor Orbán, entre otros, quienes han aprovechado los escándalos de corrupción y desencanto para hacerse del poder político, polarizando, sembrando odio y atacando. Y él es uno de esos: un presidente que ganó por ese ánimo de desencanto y enojo para lanzarse en un discurso igualmente cargado de resentimiento, ataques y polarización social.

 

Así fue como llegó al poder y avanzó, pese que muchos apostaban que no duraría y que podría ser destituido. Fue imponiendo sus reglas internas y externas, modificó los acuerdos económicos establecidos, impuso su agenda política día con día, marcó temas emblemáticos para apuntalar su obra y su gobierno.

 

Su papel “antisistémico” en el modelo de gobierno, centralizó las decisiones, sus bases se entusiasmaron y radicalizaron y el empleo comenzó a relucir, hasta que llegó la pandemia, su talón de Aquiles. El coronavirus vino a plantársele y a frenarlo en su intentona por prolongar su gobierno.

 

No la tomó en cuenta: la minimizó, la desdeñó, se mofaba de ella hasta que los muertos fueron contándose por miles y el confinamiento impactó a sus logros económicos y al empleo. Ese fue el principio de su fin, el término de su era porque ya no generaba las mismas simpatías, poco a poco, sus fieles fueron distanciándose.

 

En este sentido, Donald Trump fue socavando su legitimidad, así como su discurso como auto representante de la mayoría de la población. Su gobierno se enfrentaba a un sistema corrompido y dominado por distintas élites, fue sonando vacío y la carga de odio fue motivo de rechazo cada vez más generalizado. Su mensaje de ser representante de los intereses de aquellos estadounidenses castigados por las políticas del Partido Demócrata y un establishment intelectual y mediático, simplemente fracasó y ahora su intentona autogolpista, fundada en su denuncia de un presunto fraude electoral, lo tiene en un pie en un importante juicio histórico y legal que podría anularlo para participar en las próximas elecciones presidenciales y, con ello, matarlo políticamente hablando.

 

PD: Te lo digo Trump para que lo entiendas…

 

Andrés Manuel López Obrador tiene muy complicado que alguien le gane en una de sus posturas. El presidente de México, al igual que su homólogo estadounidense, en estos meses no acepta una crítica, un error, una equivocación o una mala estrategia. Cargado de una soberbia a costa del desgaste de su propio gobierno y de su imagen, no sólo ante el mundo, sino ante quienes habrán de juzgarlo cuando acabe su sexenio.

 

Durante meses, las denuncias de tráfico de influencias y de corrupción no han logrado mover a alguno de sus funcionarios envueltos en polémicas como Zoé Robledo, Manuel Bartlett, Irma Eréndira Sandoval, Javier Jiménez Espriú o Hugo López Gatell. Entre más los exhiben, el presidente más los apoya y los considera “el mejor funcionario de la historia”, aceptar lo contrario, sería simplemente decir que se equivocó. López Gatell es un buen ejemplo de ello: si éste renuncia aceptaría que la estrategia contra la enfermedad del covid-19 fue equivocada.

 

Por otro lado, López Obrador también juega con fuego. Al echar atrás las reformas democráticas ciudadanas al intentar aniquilar a los organismos autónomos como el INAI, el IFT y el INE, los cuales han dado un soporte de libertad y democracia a las instituciones del país. Envuelto en la soberbia lanza ataques y sin más argumentos que su percepción y su estilo muy personal de ver la política y de gobernar (como diría Daniel Cosío Villegas), pretende regresar a un viejo presidencialismo del PRI que el tanto critica y que costó sangre, sudor y lágrimas a la población mexicana y en particular a los movimientos sociales desde 1968. Por lo que vemos, es difícil que cambie de opinión porque su razón es la único que cuenta.

 

Contacto: feleon_2000@yahoo.com