José Luis Camacho Acevedo.
La semana que recién terminó, llena de acontecimientos que muchos observadores vieron como cismáticos, resultó muy apropiada para volver a constatar que, dentro del sistema político mexicano, la figura presidencial, con el estilo personal de gobernar que elija, es y seguirá siendo el factor de funcionalidad dentro de lo que es un equipo de gobierno.
Desde los gobiernos civilistas, han existido presidentes que convirtieron sus gabinetes en expresiones de cooptación política. Tal fue el caso de José López Portillo que tenía en su equipo echeverristas como Porfirio Muñoz Ledo y Augusto Gómez Villanueva. O personajes icónicos del nacionalismo liberal mexicano como Don. Jesús Reyes Heroles.
En el último tercio de su sexenio Luis Echeverría le dio al equipo presidencial el matiz de experimento político y decidió crear una camada de jóvenes que funcionaran acorde a su sueño de construir la unidad de lo que consideraba los pueblos del Tercer Mundo.
Tales como Francisco Javier Alejo o Rosa Luz Alegría, comandados por Mario Moya Palencia, un joven y poderoso secretario de gobernación.
Con Miguel Alemán prevalecieron los amigos. Con Ruiz Cortines y Díaz Ordaz, la experiencia.
Pero en todos los casos el factor de organicidad y control ha sido la figura presidencial.
La semana pasada a López Obrador no lo movió para nada como figura de poder la renuncia de Tatiana Clouthier, un personaje ciertamente respetado dentro del equipo del actual gobierno.
Llegó de inmediato el relevo con Raquel Buenrostro y todo caminó con normalidad.
Siguieron funcionando de una manera regular, Adán Augusto López Hernández en Bucareli y Marcelo Ebrard en Relaciones Exteriores.
Las fuerzas armadas prosiguieron su desempeño de manera institucional y las finanzas nacionales al mando de Rogelio Ramírez de la O no sufrieron sobresaltos de riesgo.
La prensa crítica siguió su irreductible tarea anti López Obrador.
No existe país democrático en el mundo que no tenga esas expresiones de crítica hacia el poder. Unas veces fundadas y otras veces producto de la visceralidad.
Y sin embargo, el nivel de aceptación popular del presidente López Obrador se mantuvo prácticamente en los mismos altos niveles que ha mostrado desde el inicio del sexenio.
No hay duda, seguimos siendo un país presidencialista. Ya sea por libre expresión de la más amplia base social o por una formación que se ha construido a lo largo de nuestra ya larga tradición sexenal.