Felipe León López
Vamos a recomendar la lectura del libro Contra
El Odio, de Carolin Emcke, a quien libreros alemanes han otorgado el
“premio de la paz”, porque, consideramos, es una revisión obligada para
entender lo que sucede en nuestro país, y en el mundo, cuando el odio nos
invade por todos los frentes, así como para decirnos que, a pesar de ello, hay
salidas posibles.
Cierto, el tema del momento es la salida
de Donald Trump de la presidencia de la principal potencia del mundo, desde
donde propagó el odio racial y supremacista, pero sus bases sociales y redes de
apoyo siguen presentes, activas, desafiándonos y desafiando a su país y, aunque
absurdo, hay simpatizantes suyos en otras naciones. La expansión del discurso
del odio desde el poder político es el mayor riesgo que enfrenta cualquier
sociedad.
“El odio es siempre difuso. Con
exactitud no se odia bien. La precisión traería consigo la sutileza, la mirada
o la escucha atentas; la precisión traería consigo esa diferenciación que
reconoce a cada persona como un ser humano con todas sus características e
inclinaciones diversas y contradictorias. Sin embargo, una vez limados los
bordes y convertidos los individuos, como tales, en algo irreconocible, solo
quedan unos colectivos desdibujados como receptores del odio, y entonces se
difama, se desprecia, se grita y se alborota a discreción: contra los judíos,
las mujeres, los infieles, los negros, las lesbianas, los refugiados, los
musulmanes, contra los conspiracionistas, pero también contra los Estados
Unidos, los políticos, los países occidentales, los policías, los medios de
comunicación, los intelectuales. El odio se fabrica su propio objeto”, escribe
Emcke en el prólogo de su ensayo.
De ahí muchas explicaciones del por qué
se pasa del disentir con quien piensa diferente a tratar de aniquilarlo por
completo, so pretexto de ser una amenaza o un peligro para los suyos (los que solo
creen en el pensamiento único). Más cuando desde el poder el odio es un
ejercicio cotidiano.
El nuevo presidente estadounidense, Joe
Biden, lanzó mensajes claros de integración, unidad y confraternidad para sus
connacionales, que fueron bien recibidos por la comunidad internacional. Más
allá de que los intereses de Estados Unidos están por encima de los de las
demás naciones, el discurso de restauración debe leerse con cuidado: “Seguiremos
adelante con rapidez y urgencia, porque tenemos mucho que hacer en este
invierno de peligros y posibilidades. Mucho para reparar. Mucho para restaurar.
Mucho para curar. Mucho por construir. Y mucho que ganar”.
Toda proporción guardada al contexto y
trasfondo de un discurso de conciliación es el de Desmond Tutu en Sin Perdón
No hay Futuro, libro en el cual nos recuerda que cuando Nelson Mandela tomó
la presidencia de su país, tuvo de invitado de honor a su carcelero. Por eso, Tutu
argumenta que la verdadera reconciliación no puede alcanzarse negando el pasado
ni concentrándose solamente en lo que pasó, sino buscando la conciliación más
por el futuro, a partir del perdón y la reconciliación.
No solo en Estados Unidos, sino en
varias partes del mundo, las naciones enfrentan situaciones de desesperación y
rabia colectiva por los abusos cometidos por sus partidos tradicionales y sus
líderes, que están demasiado viejos y desgastados. Sin embargo, no todos los
movimientos sociales tienden a ser más democratizadores, progresistas ni a promover
sociedades más abiertas. Hay un proceso de envejecimiento acelerado, de
descomposición sociopolítica y un deterioro del debate público alimentado por
el odio y la resistencia a perder el control de la agenda pública.
Las junglas de las llamadas redes
sociales en México, por ejemplo, este fin de semana en que se anunció que el
presidente está contagiado por covid-19, es ejemplo claro de lo que hablamos.
El odio solo se combate rechazando su
invitación al contagio. Es necesario activar lo que escapa a quienes odian: la observación
atenta, la diferenciación constante y el cuestionamiento de uno mismo, nos pide
Carolin Emcke,
“La respuesta a nuestros problemas
actuales no puede quedar relegada sencillamente a los políticos, ya que todos
somos responsables de luchar contra todas las formas cotidianas de desprecio y
denigración. La democracia solo es posible si tenemos el valor de enfrentarnos
al odio”.
Explica la autora que “el odio se mueve
hacia arriba o hacia abajo, su perspectiva es siempre vertical y se dirige contra
«los de allí arriba» o «los de allí abajo»; siempre es la categoría de lo
«otro» la que oprime o amenaza lo «propio»; lo «otro» se concibe como la
fantasía de un poder supuestamente peligroso o de algo supuestamente inferior.
Así, el posterior abuso o erradicación del otro no solo se reivindican como
medidas excusables, sino necesarias. El otro es aquel a quien cualquiera puede
denunciar o despreciar, herir o matar impunemente.”
Finalmente, para aterrizar a nuestro
país, hay que apuntar que la estridencia, mezquindad y la visceralidad con que se
maneja el nivel de la competencia político-electoral, impiden mirar más allá de
las elecciones, más allá de la pandemia y más allá de la herencia generacional
que dejará la clase política. Pocos actores dan seguimiento a los temas
prioritarios para el proyecto democratizador y de fortalecimiento institucional
que requiere el país.
El diálogo como posibilidad tiene que
comenzar a fluir, de otra forma difícilmente podremos superar una crisis que
impacto multifactorialmente en la economía, el empleo, la educación, las
relaciones sociales y personales.
Mientras el discurso del odio fluya en
los dos extremos del espectro político nacional, el proyecto democrático de
México tendrá que esperar otro prolongado periodo hasta que llegue, ahora sí,
un efectivo reconciliador nacional.
Contacto: feleon_2000@yahoo.com