En el sistema político mexicano, el último tercio de los gobiernos federales ha sido pensado en dos sentidos: el primero de ellos es el relativo al cierre de la administración. Se plantea al respecto cómo consolidar “los avances” y cómo mostrar que los objetivos y promesas de campaña se han cumplido, incluso con creces; se despliega siempre el poder de la propaganda del gobierno para mostrar a la población que los logros son históricos y que el país está en el rumbo correcto del desarrollo.
El segundo es el relativo “al legado” que habrá de dejar el presidente en turno. Considerando que los mandatos son sexenales, generalmente lo que se ha buscado es convencer a la ciudadanía que el tiempo se empleó apropiadamente y que, si no hay mejores resultados, se debe precisamente a “lo acotado” del periodo de que dispone el Ejecutivo.
Respecto de este segundo escenario es que el presidente López Obrador está actuando de manera muy diferente a sus predecesores. En su caso, no se trata de un cierre para transmitir el poder, sino para “delegarlo”, a fin de que se cumpla el proyecto que él pensó para México.
Reiteradamente el presidente ha sostenido que encabeza “una cuarta transformación”. Y por ello, pareciera que su misión en estos años de gobierno ha sido la de derruir todo lo que había en lo que él denomina “régimen neoliberal”, para que quien sea la, o el presidente en 2024, se dedique a dar continuidad a una pretendidamente unánime “voluntad popular”.
De ahí que parecen tener razón quienes afirman que la o el candidato del partido Morena en el año 2024, será quien le dé al presidente plenas garantías de que mantendrá una continuidad estricta a su visión. Y es que, debe reiterarse, lo que se percibe para los últimos dos de gobierno no es el cierre de un mandato, sino la preparación de la plataforma desde la cual, en los siguientes seis años se desarrolle lo que en estos primeros seis no se pudo llevar a cabo.
No estamos pues, ante un posible nuevo “Maximato”; lo que se vislumbra es incluso más que eso, pues pareciera que, dadas las pretensiones históricas de López Obrador, lo que busca instaurar es un régimen que se mantenga fiel a sus ideas por varias décadas.
Intentando explicar la lógica de las decisiones que se han tomado en los últimos meses, lo que pareciera estarse configurando es una nueva élite de poder, con el respaldo de un movimiento social de masas, en grupos económicos que han sido privilegiados en la asignación de contratos y obras, en grupos de intelectuales y opinadores vinculados a algunos medios de comunicación y en redes sociales, así como en un inédito empoderamiento de las Fuerzas Armadas.
Si se piensa desde la tipología de la dominación de Weber, estaríamos ante el problema típico de la sucesión en el marco de la dominación carismática, donde la designación del sucesor implica una “legitimidad adquirida” que es reconocida por la comunidad que sigue al líder. Por ello, advierte Weber: esto no tiene qué ver con un procedimiento de “elección” o “nominación democrática”. Se trata sobre todo de una selección estrictamente vinculada a un deber. No se trata de un acuerdo de una mayoría, sino de la selección correcta de la persona correcta, que tenga la convicción y capacidad de dar cumplimiento al proyecto del líder.
La legitimidad del sucesor, en este tipo de dominación se presenta como una forma de derecho adquirido” que, en nuestro caso, se formalizaría legalmente mediante la designación del partido político del presidente, ante el cual lo que se tiene es la erosión de las oposiciones de todo tipo.
Si lo que se plantea aquí es correcto o aproximado a lo que está pasando, estaríamos entonces ante el riesgo de una de las regresiones antidemocráticas más peligrosas para el país, y por ello la responsabilidad de la ciudadanía mexicana se encuentra en discutir lo que está pasando con la seriedad requerida.
Investigador del PUED-UNAM