Relevo generacional es una expresión propia de los hombres mayores. Uno de los síntomas del paso a la edad es que a todos se les ve jóvenes, aunque algunos sean de la tercera edad o en sus fronteras. Finalmente, la edad depende del punto de partida, es decir, de uno mismo.
AMLO personifica más edad de la que tiene, y está formado en los valores e ideas de los 60s y 70s. Recuérdese que en la pandemia decía que correspondía a las mujeres atender en casa a los mayores, una visión de la familia que no va con la realidad actual, menos con la aspiración de igualdad de las mujeres de hoy día. El juicio del tiempo no es cuantitativo, sino cualitativo y casi siempre involucra valores, ideas y conceptos que atienden no tanto a la edad, como a la postura ideológica o cultural de la persona.
Muchas de las fijaciones de López Obrador, además de esencialmente conservadoras, pertenecen al México de su juventud; el país previo al proceso democrático; el de una economía cerrada y estatista, y el de un solo partido dispuesto y sometido al mandatario, el régimen del presidencialismo autoritario. Avalar a Cuba o Nicaragua en aquel entonces dignificaba, ahora denigra. Andrés Manuel sabe que el país y el mundo cambiaron, pero él no y así se mantiene ya como presidente.
Él afirma que en 2024 habrá un relevo generacional. Así sería si Luis Donaldo Colosio, Mauricio Vila, Mauricio Kuri o Ricardo Anaya fueran sus sucesores. No si es cualquiera de los prospectos de Morena a quienes se les denigra al llamarles corcholatas. Cuando ganó la presidencia AMLO tenía 64 años. Para la elección de 2024 Claudia Sheinbaum tendrá 62 años; Adán Augusto, 60; Ebrard, 64 y Monreal, 63. Una diferencia mínima con la edad que tenía al momento de ganar la elección. En realidad, estamos hablando, generacionalmente, de continuidad, aunque es evidente que más allá de la edad, sus potenciales sucesores son políticos de esta época.
No hay relevo generacional en el sentido estricto de la palabra, y López Obrador sabe, que cualquiera de sus sucesores de Morena no suscribe su paradigma de la política, del país, del mundo o de la economía. Son “más modernos”, aunque por razones de conveniencia, con excepción de Monreal, no lo expresen. Ninguno de ellos estaría en contra del INE, tampoco haría propio el monopolio público o equipararía su proyecto a la Nación ni combatiría la libertad de expresión. Saben que esa postura no es de hoy día y comprenden el elevado costo de negar la realidad, cualquiera que sea. El aspiracionismo es el ethos de nuestra época y los prospectos de candidatos morenistas a presidente son buen ejemplo.
Se entiende que las mal llamadas corcholatas crean que el aval del presidente baste para ganar la elección. Así parece ahora, aunque nada asegura que así será a dos años de distancia; además, la popularidad no es un atributo transferible. Previsible sí es desde ahora, incluso si la oposición no logra unificarse, que difícilmente se gane en los mismos términos de la elección del 2018, con mayoría calificada en la Cámara de Diputados, absoluta en el Senado y triunfo en casi todas las elecciones locales concurrentes. El regreso de la pluralidad significaría el fin de la experiencia del presidencialismo exacerbado. Un fenómeno único e irrepetible, como también es la personalidad del ahora presidente; su carácter y su visión de la política, la ley, la justicia, la sociedad y la condición humana.
Aunque todavía quedan capítulos por conocer, obligado es pensar más que en el fin de esta época, en qué vendrá después. No sólo se trata de recoger los platos rotos y resarcir los no pocos daños, sino también de recuperar por la vía de la democracia, la reconciliación y las libertades el sentido de dignidad colectiva extraviado en la penumbra populista.