Si algo han mostrado las dos crisis que hemos vivido en lo que va de siglo XXI, y muy especialmente la de la covid-19, es que las economías más avanzadas en el uso del conocimiento en su tejido productivo han sido más resilientes y han afrontado mejor sus consecuencias. Estas economías son, además, las que cuentan con estados del bienestar más desarrollados.
Por eso la recuperación debe suponer también una transformación del modelo económico. El reto va más allá de la mera vuelta al crecimiento y la recuperación del PIB. Para ello se necesita hacer un mayor uso del conocimiento y también incorporar valores a la economía.
Como ya nos recordaba el Premio Nobel de Economía Joseph Stiglitz tras la crisis de 2008, para enfrentar lo que él llama fundamentalismo de mercado se necesita una economía más plural, ordenada y con valores, que dé repuesta a los desajustes a los que ha conducido su ausencia.
De ahí que la Comisión Europea haya querido impulsar la economía social, conformada por empresas y organizaciones (cooperativas, mutuas, fundaciones y asociaciones) que centran su atención en primer lugar en las personas a cuyos intereses sirven. Pero también lo hacen en el interés general, lo que les ha hecho merecer la denominación de la economía de rostro humano.
En julio se aprobó el Plan de Acción Europeo de la Economía Social en un intento de que, tras la pandemia, la recuperación económica sea justa e inclusiva, no dejando a nadie atrás.
La economía social de la UE está integrada por cerca de 3 000 000 de empresas que dan trabajo a más de 13 000 000 de personas. Esto representa más del 6 % del empleo europeo (página 11 de este documento).