Es desalentador el
curso que va tomando el país ante la indiferencia de muchos. La preocupación
por lo que viene es sentimiento de una minoría. El aparato de propaganda del
gobierno ha sido muy eficaz porque se procesa de manera sutil, sin que se
advierta que lo es, a veces disfrazada de información, de inocente opinión o
como una postura que normaliza la autocracia, hasta mentes lúcidas se suman a
la sinrazón. La destrucción de la República y sus fundamentos son un hecho
consumado con la aprobación y la promulgación de la reforma judicial.
En algunos existe la
esperanza de que el cambio de gobierno podrá corregir muchas de las inercias perniciosas
del pasado gobierno, en especial los excesos y desbordes de intolerancia. Hay
ánimo en el voto de confianza y la idea de que lo peor está por concluir. Ojalá
y fuera cierto, pero nada hay que abone a ello. Existe, incluso, quien quiera
ver en la facultad reglamentaria del Congreso una eventual corrección mayor a la
reforma judicial, como si fuera jurídicamente posible. Catastrofistas, suele ser el señalamiento al realismo de hoy día.
Claro, el país sigue y mucho será interiorizado como normal, pero no va por
buen curso, el deterioro de la democracia y las libertades será el producto de
la complacencia.
Existe insistencia
de no aceptar la determinación de continuidad de la presidenta electa Claudia
Sheinbaum. Ella ha sido consistente en su mensaje y en sus acciones. La
excepción fue la noche de la elección, al decir que gobernaría para todos los
mexicanos. López Obrador también lo dijo el día de su triunfo electoral y no
sucedió así, gobernó para él y los suyos.
Lo que importa no
son las personas y la ingenua presunción de buena voluntad y generosas
intenciones; lo relevante es el sistema porque son reglas e instituciones; la
aprobación de la reforma judicial significa el fin del sistema democrático para
establecer las bases de un régimen autocrático sin juzgadores independientes,
sin una Corte que imponga límites a la actuación de las autoridades,
particularmente la del presidente de la República.
La reforma a las
leyes ordinarias reglamenta lo que la Constitución determina. Si los candidatos
van a ser seleccionados en los términos de la Carta Magna, la ley debe ser
consecuente y definir procedimientos, tiempos y responsabilidades, los
requisitos para ser juzgador o el voto popular, así como la manera de
desahogarse la elección popular, el financiamiento y la publicidad, así como el
régimen de impugnaciones. Resultado de la omisión normativa, la reforma
determinó que el INE resolviera, una falta mayor porque significa delegación de
facultades legislativas, que corresponden al Congreso de la Unión y los
Congresos locales.
Las impugnaciones a
la reforma se anticipan poco exitosas, deseable no fuera el caso, pero es
difícil que el mismo Poder Judicial Federal, desarmado y políticamente
descalificado, pueda revertir una decisión de tal gravedad y ante un presidente
decidido a violentar el marco legal por razones políticas. Asimismo, la
instancia internacional, recurso válido y con todos los elementos para
prosperar en la defensa de los derechos laborales y patrimoniales de los
trabajadores y funcionarios, así como de la defensa de los derechos humanos, es
difícil que modifique la determinación del régimen de seguir adelante.
La peor respuesta
frente al estado adverso de cosas es ignorar o minimizar la magnitud del
problema con la aprobación de la reforma judicial. De hecho, la derrota se
escrituró el 2 de junio cuando la oposición no pudo ganar distritos en la
elección de diputados ni estados en la elección de senadores. La indolencia de
la oposición fue un gravísimo error. Se ganaron muchas ciudades, pero allí mismo
se perdieron los distritos, cuatro estados hubieran hecho la diferencia:
Coahuila, Jalisco, Nuevo León y Guanajuato.
De la misma forma
es la fallida pretensión de contener al oficialismo en el Senado de la
República. Tres senadores opositores votaran por el oficialismo y otro voluntariamente
se ausentó porque tenía que apoyar a su familia no al país (ridículo argumento propio
de un traidor) fueron suficientes para definir la suerte de la democracia.
Los mexicanos no
votaron por su desmantelamiento y el proceso electoral acusó vicios graves de
parcialidad e interferencia presidencial, la realidad es que después de la
elección todo es consecuencia.
El sentido del
mandato democrático fue de gobernar, no acabar con el régimen democrático. El
cambio debió ser objeto de una consulta democrática, para eso este gobierno
cambió la Constitución, para que los ciudadanos determinaran el cambio y no el
supuesto implícito de un resultado electoral como se ha argumentado. El voto
democrático fue utilizado contra la democracia.