Raúl Contreras Bustamante
La forma de gobierno de las mayorías o de los muchos
encuentra sus orígenes en Atenas y se conoce como democracia. Sin embargo, fue
hasta el surgimiento y consolidación de los Estados-Nación —y posteriormente
con el nacimiento del constitucionalismo moderno— cuando se pudo entender la
idea de la democracia moderna, una democracia constitucional. Lo cierto es que,
hasta después de la culminación de la Segunda Guerra Mundial, el ideal
democrático se volvió un criterio aceptado para orientar y justificar el orden
político de los países de todo el mundo.
El artículo 40 de nuestra Constitución instituye que es
voluntad del pueblo de México constituirse en una República representativa,
democrática, laica y federal, que ,entre otras cosas, implica que en nuestra
nación los ciudadanos tenemos el derecho de ser electos y poder elegir de
manera secreta y directa a nuestros representantes.
Recordar lo anterior cobra sentido al acercarse el inicio de
las campañas electorales que desembocarán en la jornada electoral más grande y
compleja que ha organizado nuestro país en su historia. Con un padrón electoral
de casi 95 millones de ciudadanos y en medio de una pandemia, el primer domingo
de junio habrán de celebrarse de manera concurrente elecciones federales y
locales. Se elegirá a 500 diputados al Congreso de la Unión y, en el ámbito de
las entidades federativas, se votarán 19,915 cargos públicos: 15 gubernaturas,
30 renovaciones de Congresos locales; 1,923 ayuntamientos y otros 431 cargos
auxiliares.
Las elecciones en una democracia son esenciales, pues
permiten que la sucesión del poder se realice de manera pacífica y ordenada,
así como mantener —en un régimen democrático— la estabilidad política y el
desarrollo armónico de un país.
A partir de la gran Reforma Política de 1977, el artículo 41
de la Carta Magna —que regula a los partidos políticos y a los procesos
electorales— se ha modificado a través de 13 enmiendas, conformando un sólido
régimen legal que ha permitido la alternancia política pacífica varias veces en
la Presidencia de la República, la gran mayoría de las gubernaturas de las
entidades federativas y prácticamente en todos los ayuntamientos de nuestro
gran país.
El Instituto Nacional Electoral y el Tribunal Electoral del
Poder Judicial Federal se han modificado también en varias ocasiones y hoy son
nuestras máximas autoridades electorales encargadas de organizar y resolver los
conflictos derivados de la aplicación de las normas electorales.
La importancia de reflexionar en torno a las elecciones en
puerta radica en que hoy —como hacía tiempo no ocurría— existen muchos peligros
que acechan nuestra democracia: violencia política —desde el inicio del proceso
electoral, el 7 de septiembre de 2020, 140 políticos han sido agredidos y al
menos 62 han sido asesinados—, desencanto ciudadano, debilitamiento de las instituciones
partidarias, grave polarización de la sociedad y, además, una pandemia que ha
puesto en jaque al mundo entero.
Es natural y comprensible que, ante tanto poder político por
disputarse, exista la tentación de debilitar a los árbitros de la contienda
para tratar que las reglas de la contienda favorezcan a las distintas opciones
que aspiran a adquirirlo.
Pero sin un árbitro y un juez electoral confiables y
fuertes, México puede retroceder su reloj en el tiempo de la historia y corre
el riesgo de volver a vivir episodios lamentables y terribles que ya han sido
superados. Y eso la ciudadanía no puede permitirlo.
Como Corolario, la frase de Denis Jeambar e Yves Roucaute:
“No es que los países adelantados opten por la democracia, sino que la
democracia hace a los países adelantados”.