El presidente López Obrador para casi todo tiene sus propios estándares. Para muchos eso en sí mismo es virtud, más por el desprestigio de la política, sus prácticas, formas y lenguaje. El descrédito del gobierno que le antecedió no requiere mayor argumento. Ser distinto y en un particular aspecto (austeridad) hace el caso, y es suficiente. Él lo sabe y de allí su recurrente expresión “no somos iguales”. Sin embargo, ser distinto no basta, se requiere ser mejor, independientemente de la opinión popular, hacer lo debido, guste o no.
Si la medida del éxito de un gobierno es la aceptación, el camino y destino sería la dictadura, porque elude la obligación, la ley y la ética pública, por elusiva que sea esta última. No mentir, no robar, no traicionar es un buen código, pero en los hechos es subvertido por eso de “no somos iguales”. Si esto último se acepta lo demás resulta innecesario.
Esa es la principal fortaleza -no virtud- de López Obrador quien, en casi todo, asume criterios de conducta y valoración de las cosas de manera radicalmente distinta a lo convencional. Fortaleza no en el sentido de buen gobierno, tampoco en la pretensión de trascender, sino en la de ganar el consenso de la mayoría para prevalecer así en la circunstancia.
En la oposición ser disruptivo suele ser un recurso eficaz, más en tiempos de descontento, como ahora. El problema es cuando se extiende al ejercicio del poder. Ser eficazmente disruptivo requiere desentenderse de las reglas, las que se equiparan a convencionalismos del ancien régime. No importa que bajo esas mismas normas, prácticas e instituciones se haya alcanzado el cargo público. La incongruencia no siempre genera desencanto, menos cuando está de por medio una valoración negativa del pasado.
Para bien, aunque más para mal, a Andrés Manuel le da por el desapego a los convencionalismos. Así ha sido de siempre, y si le ha dado para llegar de Macuspana a Palacio Nacional, para qué cambiar. Para él, ser disruptivo no es cálculo ni impostura; es su condición de ser y razón de su singularidad.
Sus estándares de la política son de ruptura. Cancelar el aeropuerto de Texcoco, que va contra todo sentido común, le permitió acreditar no sólo que las cosas serían diferentes, sino que implicó el desafío temprano a la oligarquía asociada a los privilegios desde el gobierno. Políticamente destruir al hub aeroportuario significó el sometimiento de los más poderosos al presidente de la República. El costo no fue a cuenta de ellos, sino del erario y de la economía nacional en el sentido de posponer la respuesta a las necesidades de transporte aéreo del Valle de México. Como él mismo señala, en su gobierno, ningún rico ha perdido dinero.
En materia de política exterior se impone la política de rompimiento. Las condiciones del mundo y la fragilidad electoral de los republicanos en el gobierno dan margen a López Obrador para redefinir los términos de la relación con EU. Lamentable que no se haga en función del interés nacional, sino de una visión parroquial de las relaciones internacionales, que abraza causas que poco dignifican y que, además, favorece a los peores enemigos de México en el país vecino.
Prácticamente en todos los temas de política pública impera la visión disruptiva del presidente, a partir de fijaciones y mitos que se vuelven no sólo contra el país, sino el mismo proyecto. Es evidente, y no como efecto de la pandemia, que al término del gobierno habrá más pobres, más desigualdad, más inseguridad, más violencia y mayor deterioro de las instituciones para el bienestar. Por si fuera poco, habría que sumar la profundización de la desconfianza y el descrédito de las instituciones y prácticas políticas de la democracia. Hasta la misma libertad de expresión, fundamental para la contención del abuso del poder está en el banquillo de los acusados.