La crisis energética se ha ido colando en el debate europeo poco a poco, a medida que el zarpazo del gas se extendía por el bloque comunitario. En septiembre, la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, ni siquiera mencionó el problema en su discurso sobre el Estado de la Unión. Mes y medio después, tras la presión de una especie de ‘entente energética’ liderada por España, se encuentra entre las preocupaciones existenciales de la UE, y obliga a los líderes europeos a trasnochar para alcanzar acuerdos, como ocurrió la semana pasada en el Consejo Europeo.
Los precios mayoristas de la electricidad han crecido en la UE un 200% de media en el último año, y la enorme dependencia de las importaciones del gas (el 90% viene de fuera de la Unión, sobre todo de Rusia) eleva su exposición a la volatilidad y a los caprichos del mercado. Pero de momento no hay soluciones comunitarias sobre la mesa para contrarrestar el pico energético a corto plazo, solo el compromiso de “explorar” la creación de reservas estratégicas y las compras conjuntas, y de estudiar el funcionamiento del mercado energético, el del gas y el del comercio de derechos de emisiones de CO₂. Al contrario, el Ejecutivo comunitario ha dado prioridad a las medidas nacionales que permiten actuar sobre las personas y empresas vulnerables a través de ayudas, subsidios o exenciones fiscales, sin necesidad de cambiar una coma del actual marco legislativo. El fantasma de los chalecos amarillos y otros movimientos similares de protesta está ahí, y a nadie se le escapa que unos altos precios de la energía son el mejor combustible posible para los movimientos extremistas.
Hasta la fecha, 19 de los 27 Estados miembros han comunicado a la Comisión la aplicación o la intención de aplicar algún tipo de iniciativa para hacer frente a la crisis de la electricidad: desde las tarifas sociales a los bonos energéticos, pasando por mecanismos para evitar la desconexión de la red o incluso ayudas monetarias directas para paliar la subida de la gasolina.