logo
header-add

¡Feliz cumpleaños Maradona!

por Redacción DC
30-10-2020

Comparte en

No hubo nadie que se pareciera tanto así mismo como Diego Maradona cuando jugaba. Le han escrito más de ochenta canciones, tiene documentales, libros, incluso una iglesia. Los grandes escritores empezaron a escribir artículos sobre él. Porque el bien y el mal están representados en Diego. Maradona estuvo abajo y estuvo arriba, sobrevivió a todo. Su talento iba más allá de una técnica prodigiosa. Sufrió, como todos, cortocircuitos ocasionales. Se abandonó a la pereza, porque es Maradona y puede permitírselo; pero cuando había que enfrentar una situación, interpretarla y decidir, seguía siendo grande.

Diego era Gardel. Alguien que hacía distinto lo que muchos ni siquiera podían. Tan argentino, tan napolitano. El hombre que dominaba la pelota en el aire, de taquito, de cabeza, con el muslo, con la punta de los botines negros y desatados. Un fenómeno político, social y cultural. Un Dios, incluso para quienes no existe un Dios. Cualquiera que haya estado frente a él sabe cómo el tiempo se detiene a su paso, aún cuando hoy es lento.

En Buenos Aires, Dubái o Sinaloa, Maradona mantuvo el vínculo con su clase. Hizo campeón a Boca, al Barcelona y al Nápoles. Usaba los cordones desatados cuando era una gacela con la pelota. Diego fue la selección argentina, la camorra en Italia, la cocaína en Barcelona y los viajes a Cuba, con Fidel en el tren. Fue “la pelota no se mancha” en la cancha de La Bombonera, el rey de las grandes frases, el que arrastra la "eeeee" cuando habla. Fue todo eso y más. El espíritu unido de Hugo Chávez y El Che Guevara. Un tótem. El genio del futbol que hoy cumple 60 años y que sigue haciendo lo que se le canta, a pesar de la pandemia.

En el barrio de Villa Fiorito, no suceden demasiadas cosas. A unos 30 kilómetros del centro de la ciudad de Buenos Aires, las personas esperan pacientemente en la parada de autobus, para llegar en 30 o 40 minutos al Obelisco; otras caminan por el mercado, la carnicería, la plomería, el café internet que todavía está abierto. Y se encuentran a su paso con un grupo de chicos, pelota bajo el brazo, que salen de la escuela para jugar en cualquier descampado.

Ahí nació Diego. Ahí vive con sus seis hermanos. Las calles mantienen esa tierra que es puro barro cada vez que llueve. A cinco minutos de su casa, se encuentra el famoso potrero, con pisadas de hace más de 50 años. En frente, está la casa de Goyo Carrizo, su mejor amigo, a quien Diego le toca la puerta para salir a jugar: “Goyo, ¿jugás?”.

Diego dice que Goyo va a llegar antes que él a Primera. Después de Estrella Roja y Tres Banderas, los dos juegan juntos en Las Cebollitas, equipo que acumula más de 300 partidos invicto (sin empates), en las inferiores del club Argentino Juniors. Diego creyéndose ‘El Bocha’ Ricardo Bochini y Goyo emulando los goles del ‘Ratón’ Ayala.

Fiorito está lleno de gente humilde, pero trabajadora. Las calles son interminables y no tienen nombre, por eso conviene visitarlas con alguien que las conozca. Diego y Goyo se hicieron amigos desde los nueve años, en un colegio para pocos estudiantes. Goyo nació nueve días antes que Diego, el 21 de octubre de 1960, lo cual permitió que durante los últimos siete años los festejaran juntos en Argentinos Juniors.

Para llegar ahí, es necesario tomar el tren o el colectivo. Diego suele llevar naranjas en su mochila, cada vez que Doña Tota, su mama, vuelve del mercado. Cuando no les alcanza para el pasaje, los dos amigos esperan que avance el tren y saltan de último momento, para que nadie los vea. La mayor de las veces viajan sonriendo.

Los años pasan. Es el 30 de octubre de 1976. Goyo entra a la casa de Diego y carga un paquete envuelto, y bien arreglado. Mientras lo abre doña Tota, lo saluda don Diego; después, aparece el 10. El abrazo entre ellos nace del alma. Maradona debutó hace unos días contra Talleres de Córdoba, a pocos días de cumplir 16.

Goyo se ríe de que en la primera jugada, Diego tuvo el descaro de hacerle un túnel a Juan Domingo Cabrera. “Sos un maleducado”, le dice, y siguen las risas. Cuando el día termina, marca un punto a parte. Algo que cambia para todos. Ninguno sabe que, en poco tiempo, el presidente de Argentinos, Juan Fiori, le pedirá a Diego mudarse a un departamento en La Paternal, cerca del estadio del equipo. Y que entonces dejará su barrio, donde soñaba ganar un Mundial.

“Diego fue el alma de mi cuerpo, pero un día se me despegó. Soñábamos con debutar juntos en Primera. Él decía que yo iba a hacerlo primero y mire lo que son las cosas”, recuerda Goyo, que sigue viviendo en la misma casa. El futbol terminó para él cuando se rompió los ligamentos cruzados de la rodilla derecha. Desde entonces, enfrentó su propia guerra. Soñando con que el tiempo retroceda y Diego vuelva a tocarle la puerta.

Las cámaras de televisión muestran en pantalla la última imagen de Diego Maradona con la selección argentina, en el Mundial de Estados Unidos 94. De la mano de la enfermera Sue Carpenter, el 10 abandona el campo en el final del partido contra Nigeria. El examen antidoping delata efedrina. “Juzgarlo era fácil”, dice Eduardo Galeano en Montevideo, este 20 de enero de 2000. Pero, después, un silencio detiene sus palabras.

Eduardo bebe el último sorbo de café y toma confianza: “Maradona encarna como nadie las contradicciones del mundo de fin de siglo. Es un hombre que ha sentido y provocado mucho placer, pero al mismo tiempo es un hombre atrapado por la maquinaria del éxito, por una industria que prohibe perder”. Diego, como jugador, trabajó de Dios en los estadios.  Y ahora no puede resignarse a jugar por el puro placer.

“Es un enfermo”, dicen, “está acabado”. Lo mismos periodistas que lo acosaron con preguntas durante años, hoy le reprochan su arrogancia y también lo condenan. Pero Diego tiene la costumbre de lanzar golpes hacia arriba. No sólo en su dolorida y atónita Argentina, sino en lugares lejanos como Italia, donde el sur oscuro del Nápoles logró humillar alguna vez al norte blanco que lo despreciaba.

“Cuando Maradona fue, por fin, expulsado de ese Mundial, las canchas de futbol perdieron a su rebelde más clamoroso. Y también perdieron a un jugador fantástico. Maradona es incontrolable cuando habla, pero mucho más cuando juega: no hay quien pueda prever las diabluras de este inventor de sorpresas, que jamás se repite y que termina desconcertando a las computadoras”, cuenta Galeano en su libro ‘El futbol a sol y sombra’.

Diego no era un jugador veloz, pero llevaba la pelota pegada al pie y parecía tener ojos en todo el cuerpo. Fue el único, entre los más famosos, capaz de enfrentar a la FIFA y hablar en nombre de todos los jugadores. Por eso, la máquina del poder se la tenía guardada. El precio de su rebeldía se cobró al contado, sin descuentos, y el propio Maradona regaló los porqués.

“Se convirtió en el más humano de los dioses”, murmura Eduardo, mientras el 10 aparece en escena, con el doping confirmado. “Me cortaron las piernas”, dice, en medio del estupor y el escándalo. El máximo héroe, entonces, pasa a ser súbitamente un delincuente sucio: mujeriego, fanfarrón, drogadicto y egoísta. Quienes lo juzgan se olvidan que Diego fue el autor de los dos goles más importantes en la historia del futbol, los más contradictorios también.

La ‘Mano de Dios’ y el ‘Gol del Siglo’. La trampa y el arte contemporáneo. Ambos contra Inglaterra, en el Mundial de México 86. Después, en el Nápoles, Maradona fue una divinidad de pantalón corto. Cada gol y cada Copa eran una revancha contra la historia, la rebelión del sur contra el norte italiano.

Galeano aún no lo sabe, pero Diego le dirá después que gracias, “gracias por luchar como un 5 en la mitad de la cancha y por meterles goles a los poderosos como un 10. Gracias por entenderme, también. Gracias, Eduardo Galeano: en el equipo hacen falta muchos como vos. Te voy a extrañar”. Tal vez por eso, este 20 de enero de 2000, le cueste entender la jubilación del 10.

Diego Maradona abandona el campo del Estadio Olímpico de Roma, luego de perder la final del Mundial de Italia 90 ante Alemania. Las cámaras enfocan al capitán de Argentina y su llanto desconsolado. La imagen recorre el mundo: es el sonido de la tristeza. Para Walter, las lágrimas dicen algo que todavía no comprende. Lo sorprende el silencio y la palabra derrota. Él aún no lo sabe, porque es pequeño; pero verlo llorar va a cambiarle la vida.

Walter entenderá, con el correr de los años, lo que había detrás de ese Mundial: las guerras de Diego contra el poder, su lucha contra las mafias, aquella decisión controvertida del árbitro Edgardo Codesal, en el penalti anotado por Andreas Brehme. También, entre 1991 y 1992, escuchará por ahí que un napolitano le puso a sus hijas los nombres de Mara y Dona,  en honor a Diego, y dirá “¡qué buena idea!”, con apenas 10 años.

A esa edad no tendrá noción de cómo nacen los bebés, pero le contará a sus amigos que sus hijas se llamarán así. Conocerá a la futura madre cuando cumpla 19 años y le dirá: “mira, quiero que sepas algo: si en algún momento tenemos hijas, la primera se va a llamar Mara y la segunda Dona”. “¿Y qué pasa si tenemos un varón?”, le preguntará ella. “¿Vas a ponerle Diego?”. Y Walter dirá que no, que el nombre de Diego ya es muy común en Argentina. 

Pasarán 10 años de relación hasta que ambos se enteren que serán papás. Después de realizarse la ecografía, a ella le dirán que no tendrá uno, sino dos bebés. Y en abril de 2011, los doctores revelarán su sexo: “van a ser dos niñas”. El milagro, entonces, ocurrirá. Nacerán el 26 de julio de 2011. Y aunque el trato será que Mara y Dona sean los segundos nombres, los amigos empezarán a llamarles así desde que estén en la panza.

Cuatro meses después, Walter se quedará sin trabajo. Entrará a un hotel, con ayuda de un amigo, y conocerá a una señora alemana, que va a hospedarse 15 días, y terminará revelándole que es la directora del hospital público de Dubái. Cuando a ella le toque irse, le preguntará si puede mandarle una foto y una carta con la historia de sus hijas, para entregársela a Diego, que estará dirigiendo en el futbol de allá.

Walter conocerá a un amigo por redes sociales, que estará cerca del entorno de Diego. Y será él quien reciba la carta en Dubái, en marzo de 2012. A los tres días, le mandará una foto con el sobre en la mano y le dirá que esté tranquilo, porque ya estaba en manos del 10. No sabrá si eso era verdad, hasta un año después, en abril de 2013. Le hablará Jorge, un fotógrafo amigo de Maradona, y le dirá que tiene una foto de Diego leyendo su carta y que él le había pedido tomársela como respuesta. Ese día, Walter volverá a la imagen de Italia 90. Y entenderá, por fin, que las lágrimas decían algo.

“Maradona estaba llorando como yo, que era un pibe de ocho años. Nunca había visto llorar a un jugador por perder un partido. Diego postergó gran parte de su vida para hacernos felices a nosotros. Por eso hoy, no discuto con nadie que me venga a hablar de su vida privada. Los que tenemos este afecto especial por él no lo juzgamos por lo que hizo con su vida, sino por lo que hizo con la nuestra”, dice, y seguirá diciendo en esta entrevista.

Ya para entonces, será uno de los devotos de la iglesia maradoniana. Celebrará las pascuas los 22 de junio, el día de los goles ante Inglaterra (en México 86), y la Noche Buena, los 30 de octubre, en el cumpleaños del 10. Visitará la casa de Dalma y Gianinna, conocerá a su madre Claudia Villafañe, y les dirá a Mara y a Dona que construyan su propia idea sobre él.

“Para nosotros, Diego es un Dios. Y así como todas las religiones tienen un Dios, y cada persona que predica una religión lleva acciones que representan a ese Dios, nosotros lo hacemos representando a Diego”. Porque Diego, alguna vez, también representó a pequeños como Walter.

“En el Mundial del 86, lo más fácil del mundo era jugar con Maradona. Lo que ocurre es que uno tiene que entender que, al lado de un genio, sólo nos cabe el papel de complementarios. Lo que uno no se puede permitir, cuando juega al lado de un genio, es estar acomplejado. Mi único privilegio fue haber visto ‘El Gol del Siglo’ desde más cerca que el resto de la humanidad. Y posiblemente el segundo privilegio haya sido conversar con el autor de la jugada, en la ducha, cuando él todavía no había visto su obra por televisión.

‘Bueno, se terminó la discusión: ya comes en la misma mesa que Pelé’, le dije. Y me contestó: ‘Mira como son las cosas, yo durante toda la jugada te la quería dar a vos y siempre se me cruzaba un inglés, que me hacía cambiar de idea’. Y yo le respondí: “¿O sea que también me viste a mí?”. Todavía no puedo entender cómo pudo ser, estando tan concentrado en la pelota. Es imposible que la mirada periférica me alcanzara a mí, pero Diego tenía ojos esparcidos en el cuerpo. Ahí comprobé cómo funciona la cabeza de un genio”, Jorge Valdano, campeón del mundo con Argentina en México 86.

Las últimas cruzadas de Diego Maradona como técnico han establecido vínculos emocionales, entre el equipo que dirige y lo que él significa. “Nos da lo mismo perder que ganar, ¿no se dan cuenta de que teniendo a Maradona entramos en la historia?”, dice un grupo de aficionados de Gimnasia y Esgrima de la Plata, horas después de su llegada. Y el mismo discurso sucede antes en Culiacán, con los Dorados de Sinaloa.

Al Diego entrenador hay pocos que lo conocen. Es su ayudante, Sebastián Gallego Méndez, que lleva la gestión cotidiana en El Lobo, quien dice que Diego puede recorrer 200 kilómetros de ida y 200 de vuelta para acudir al lugar de entrenamiento. Una multitud se mueve siempre en torno a él. Por eso, los dirigentes instruyen a sus aficionados: no deben acercarse, no deben tocarlo, no deben importunarle.

Una vez dentro del vestuario, está la voz del capitán. Las arengas volcánicas, el humo de los habanos, los bailes, la estrategia. “Es un hombre que se preocupa por todo, al que le encanta analizar a los rivales. Que disfruta trabajar. Tiene unas ganas que son contagiables. Diego genera todo eso: en donde está, la tierra se mueve. Hay ilusión, expectativa, muchísimos medios de comunicación. De todas partes del mundo vienen a vernos”, explica Luis Islas, su mano derecha por más de ocho años.

Cuando Islas se fue, lo acompañó el mexicano Mario García, en su última etapa con Dorados. “Yo me encontré con una persona sencilla, humilde, que era capaz de saludar al jardinero, la secretaría y al jugador más humilde de la misma manera que lo hacía con los grandes.  Un tipo de barrio. A mí me permitió ayudarle y me hizo mejor entrenador. Pareciera que es cualquier cosa, pero en este medio no cualquiera es así. Menos siendo Maradona”.

Al Diego entrenador hubo un técnico que le ganó dos finales, las dos con el mismo equipo: Alfonso Sosa. Sucedió en 2018 y 2019, con el Atlético de San Luis. “Competir contra él era también hacerlo contra una industria mediática. No sólo nos enfrentábamos a Dorados, sino también a Maradona y todo lo que representa alrededor del futbol. No era un partido más. No podía ser un partido más”. Mucho menos para sus rivales.