El pasado 1º de
septiembre tuvo verificativo en el Palacio Nacional una ceremonia relativa al Segundo
Informe de Gobierno del Presidente de la República. Fue un evento que tuvo como
único acto el pronunciamiento de un discurso breve por parte del mandatario
ante invitados especiales —escasos hoy más que nunca por las circunstancias de
la pandemia— y medios de comunicación.
El artículo 69 de
nuestra Constitución dispone que, en la apertura de sesiones ordinarias del
primer periodo de cada año de ejercicio del Congreso, el Presidente de la
República deba presentar un informe por escrito en el que manifieste el estado
general que guarda la administración pública del país.
Sin embargo,
dentro de los rituales del sistema político de antaño, se creó una larga
tradición en el calendario cívico de los mexicanos que convirtió por
antonomasia la presentación del informe presidencial en una fecha de culto a la
figura del titular del Poder Ejecutivo.
Fue en el último
informe de Miguel de la Madrid donde la oposición comenzó a interpelar a los
presidentes en turno y a convertir el recinto de la Cámara de Diputados en un
escenario de manifestaciones de protesta y escándalos que daban la vuelta al
mundo.
A partir de una
reforma constitucional en el año 2008, se determinó que el Presidente dejaba de
estar obligado a acudir al inicio del primer periodo ordinario de sesiones del
Congreso de la Unión para presentar el
informe y la obligación consistió solamente en
entregarlo.
En los últimos
años se ha acostumbrado que el Presidente en turno haga un evento en Palacio
Nacional ante invitados selectos para no correr riesgo político ni tener
eventos vergonzosos.
El informe
presidencial ha dejado de ser un ejercicio republicano y democrático, para
transformarse en un acto de democracia directa, que, en esencia, sigue siendo
un ritual para ensalzar al Presidente.
La glosa y el
análisis que el Congreso hace del informe que rinde el titular del Poder
Ejecutivo ya no implican un ejercicio de interés ciudadano y no existe registro
de que llegue a tener consecuencia política alguna.
De esta manera,
el informe presidencial ha perdido la esencia
democrática de la rendición de cuentas y equilibrio entre los Poderes de
la Unión para el cual fue concebido.
Se ha disipado la
oportunidad de poder establecer un diálogo directo y público entre los órganos
de poder del Estado Mexicano y también entre el Presidente y las diversas
fuerzas políticas representadas en el Congreso.
Las
circunstancias y los equilibrios políticos que hoy imperan en la conformación
del Congreso General, ofrecerían una clara posibilidad para que el Presidente
hubiera podido reconstruir y retomar la práctica republicana de asistir ante la
representación popular parlamentaria, lo que habría implicado una fiesta para
la democracia de nuestro país.
Es lamentable que
se haya perdido esta oportunidad ideal, porque se cuenta con una mayoría dentro
del Congreso de la Unión que favorece al partido del Presidente, lo cual
hubiese garantizado la viabilidad necesaria para que se diera una reforma
constitucional que lo volviera a establecer.
En un Estado
democrático de Derecho se debe privilegiar el intercambio de ideas y las
propuestas, siempre sobre una base de respeto y colaboración entre sus
diferentes actores.
El diálogo y los
consensos son el único camino para la construcción de una mejor vida
republicana y democrática.
Como Corolario
las palabras del ensayista francés Joseph Joubert: “Es mejor debatir una cuestión
sin resolverla, que resolver una cuestión sin debatirla”.