Las generaciones se miden en función de su capacidad de responder apropiadamente, o no, a las grandes crisis que les toca enfrentar. La nuestra, al menos por los años más recientes, enfrenta dos de una severa magnitud. La primera de ellas es estructural y se ha prolongado ya por más de dos décadas: entre los años 2001 y 2021 han sido asesinadas en nuestro país un total de 448 mil 67 personas. El dato preliminar para 2022 supera el número de 31 mil víctimas.
Si se considera, además, que hay por encima de 110 mil personas desaparecidas y no localizadas, y que, adicionalmente, habría en los últimos tres años alrededor de 15 mil defunciones clasificadas como muertes violentas de intención no determinada, puede hablarse con toda propiedad de que, en los últimos 20 años, en México han fallecido por homicidio, al menos, medio millón de personas.
Los factores de la violencia son múltiples; pero uno de ellos, el más visible y evidente, es el crecimiento desbordado de la delincuencia organizada transnacional que opera en México y que se ha apropiado de inmensas franjas territoriales, pero también, debe decirse, de poderosas redes financieras que les permiten, no sólo mantener su capacidad operativa, sino también expandir su capacidad corruptora, de organización y de operación.
Es tan palpable esa presencia perniciosa, que en las últimas semanas se ha atestiguado que uno de los cantantes que hace loas a uno de los grupos criminales de mayor poder en el mundo sea uno de los más escuchados en las plataformas globales de difusión. Sorprende, en ese sentido, que YouTube, Spotify y otras redes de difusión de contenido no apliquen la dura censura que sí imponen a creadores independientes porque muestran obras de desnudos o con palabras altisonantes. En evidencia, se trata de la mera y vulgar lógica del dinero en toda su capacidad de despliegue.
Para muchos, lo que sorprende es que ese tipo de música sea consumida por todos los grupos sociales y que su demanda crezca; pero lo que debe señalarse es que ese tipo de “celebrities” no están inventando nada; expresan los antivalores, las aspiraciones e imaginarios en torno al tipo de poder “deseable” en nuestra sociedad: el que se obtiene “por la vía rápida”, en el ejercicio ilegítimo y atroz de las violencias.
Lo que no se ha podido mostrar con claridad es que cada “clic”, cada visualización, cada “descarga” tienen como correlato a cada una de las balas sicarias que día a día asesinan a más de 90 personas y sirven para amedrentar, secuestrar, robar o extorsionar.
Los jefes criminales a quienes se glorifica en la música de esos personajes son los mismos que secuestran migrantes, que ordenan la ejecución de líderes sociales que luchan por los derechos humanos o la conservación del medio ambiente, y son los mismos que organizan y controlan el tráfico de personas migrantes, entre quienes secuestran y reclutan niñas y niños para la realización de acciones monstruosas.
Preocupa en grado sumo que esta cultura esté a tal nivel arraigada en nuestra sociedad que sea imposible, al menos en el corto plazo, enfrentarla a través de una renovada cultura democrática: promotora y defensora del bienestar, la seguridad y de los mejores valores humanos.
El quiebre de nuestra democracia es un quiebre cultural que podría derivar aún en algo peor de lo que tenemos: narcogobiernos que acceden al poder por la vía de las urnas, con el único propósito de destruir y asesinar.
El quiebre democrático se encuentra en la erosión del Estado social de derecho; en la incapacidad de mantener para la autoridad el monopolio de la violencia legítima y en la pérdida de representatividad de los partidos que han llevado al poder, en no pocas ocasiones, a auténticos delincuentes.
Creer que la cultura del narco es inocua y que no es parte intrínseca de la violencia que recorre las calles constituye un grave error que nos impedirá avanzar hacia la pacificación que urge y que, sobre todo, merecemos en el país.