La realidad es una; siempre. Por ello la idea de una realidad escindida es siempre solo una metáfora que permite mostrar la multiplicidad de las visiones que existen entre quienes la interpretan y al mismo tiempo, buscan determinar lo que se debe pensar o creer respecto de lo que ocurre en una sociedad.
Por lo general, en las sociedades pluralistas, existe siempre una multiplicidad de voces y visiones que “compiten” por ocupar la mayor parte del espectro del espacio público. Esto, para una democracia, será siempre positivo, pues permite que la ciudadanía pueda contrastar proyectos, ideas y concepciones de lo que es un país, tanto en su interior como en el contexto internacional.
En sentido contrario, en México, desde el 2018, la voz presidencial es predominante. Y, de hecho, como se sostiene en el argot mediático, ha dominado de manera notable la conversación pública. Todo gira en torno a la voz matutina del Ejecutivo, y la discusión cotidiana se ciñe a desmentir, confrontar o reafirmar lo que se ha dicho en las conferencias de prensa diarias.
Esto constituye un problema real de la democracia y revela al menos tres cuestiones que explican por qué está ocurriendo así, y por qué es probable que así se mantenga en el tiempo que le resta a esta administración.
En primer lugar, esta dinámica de la opinión pública obedece a la fractura de las oposiciones. De manera preocupante, ninguno de los partidos políticos con registro ha sido capaz de construir un proyecto alternativo de país al del presidente. Tampoco han logrado construir discursos creíbles de crítica o cuestionamiento a las estrategias y decisiones del Ejecutivo, pues los liderazgos partidistas visibles carecen de la estatura y autoridad moral e intelectual, para hacer frente a la figura del presidente López Obrador.
En sentido estricto, eso no es sino el reflejo de la incapacidad de los partidos políticos de renovar sus dirigencias con liderazgos creíbles, éticamente sostenibles, y con el empaque político suficiente, como para plantear una visión de país que sea lo suficientemente sólida, como para concitar voluntades y el ánimo de respaldar visión y proyecto.
En segundo lugar, hay una sociedad civil debilitada. Es cierto que hay organizaciones históricas y con liderazgos incuestionables; pero décadas de ausencia de una política de Estado que promoviera y fortaleciera la participación social organizada, autónoma de los partidos, ha hecho crisis en la administración actual, en la cual se asume que la política debe llevarse a cabo sin mediaciones entre el Ejecutivo y los individuos.
En tercer término, los medios de comunicación están atrapados entre los intereses de los grupos empresariales de los que forman parte, y el negocio de la credibilidad. Hay en ese sentido, una mezcla de voces que efectivamente representan intereses particulares, y voces que genuinamente ejercen la crítica libre e informada; sin embargo, ello le facilita al Ejecutivo, de manera evidentemente injusta, meter a todas y todos en una misma bolsa y descalificarles en bloque, acusándoles de forma agresiva y sin prueba alguna, de todo tipo de cosas.
En este enrarecido clima de opinión pública, es en el que se está dando la escisión de la realidad, pero no por la confrontación cotidiana que promueve la presidencia, sino ahora, de manera preocupante, entre lo que plantea y lo que muestra la evidencia empírica. Es preocupante, debe decirse, porque en el discurso oficial se falta gravemente a la verdad, lo cual es no sólo antidemocrático, sino que, sobre todo, fractura la posibilidad de resolver los problemas más urgentes del país.
Por ejemplo, se sostiene que “como nunca, se está ayudando a los pobres”; pero todos los datos muestran que los recursos están asignándose de manera errónea, que sus efectos están siendo regresivos, y que, en los hechos, hay menos familias recibiendo apoyos ahora que en las administraciones previas. Pero frente a la evidencia, dadas las condiciones antedichas, al presidente le basta con decir que quienes opinan en contrario mienten y buscan descarrilar a su gobierno.
Se dice que México está avanzando hacia la pacificación; que se está trabajando en atender las causas generadoras de la violencia; pero todos los días se ven matanzas, asesinatos de autoridades locales, policías, periodistas o activistas sociales. Y frente a ello, el discurso oficial cómodamente se limita a afirmar que ya no es como antes, que todo va bien, que la estrategia funciona y que lo que ocurre es todo responsabilidad de la corrupción del pasado.
Ante el desabasto de los medicamentos, las muertes por la pandemia, y las otras innecesarias y excesivas causas de muerte, se afirma, como si la mortandad fuese cosa menor, que “ya se está trabajando”, que somos ejemplo mundial, y que todo marcha como lo planeado al principio de la administración.
El problema de todo esto es, como ya se dijo, que en los hechos paraliza al país. No hay posibilidad de diálogo porque carecemos de dialogantes; porque no hay proyecto o visión de país en disputa; y porque hay una negativa cada vez más radical a aceptar que se han cometido errores y que hay cosas que deben cambiar de manera estructural.
Los problemas que teníamos, y los que han crecido y se han sumado en esta administración, muestran cada vez de manera más cruda que en México ya no cabe la polarización; que la división maniquea entre conservadores y liberales, entre amigos y adversarios del régimen, está cada vez más alejada de la urgencia que imponen problemas, esos sí auténticamente serios, y que deben ser atendidos con toda la energía y capacidades del Ejecutivo Federal.
Hay una disonancia cada vez más profunda entre la realidad pensada por el presidente y la realidad que viven millones de personas que resienten con cada vez mayor crudeza los efectos de una pobreza creciente, una inflación prolongada y un estancamiento económico peor que el que existía en periodos anteriores.
Esta escisión de la realidad no le beneficia siquiera al presidente de la República; porque lo aleja cada vez más del pueblo; porque lo confronta con su responsabilidad de hacer lo necesario, y no solo lo posible; y porque lo muestra de manera cada vez más cruda, de espaldas al mandato constitucional de cumplir de manera universal los derechos humanos de todas y todos los que habitamos en México.