México siempre ha padecido de criminalidad. La diferencia es que en las últimas cuatro décadas se generalizó y las atrocidades de los delincuentes se volvieron espectáculo e intimidante mensaje hacia los grupos adversarios, las autoridades y la misma sociedad. La crueldad extrema se tornó condición de eficacia para los grupos criminales en disputa y en proceso de expansión territorial y económica.
El presidente López Obrador es de quienes piensan que la criminalidad es resultado de la pobreza. Por lo mismo, para abatirla cree necesario atacar en sus orígenes el mal, es decir, acabar con las condiciones de miseria de millones de mexicanos. Independientemente de la fragilidad del argumento, el presidente debería preguntarse cómo disminuir la pobreza; no como él cree, que es regalando dinero público a pobres, a jóvenes. El asistencialismo no resuelve la pobreza; es la incorporación de los pobres al ciclo productivo la que la alivia, y sobrada evidencia existe en este sentido. No de lo otro.
Su visión es característica de un líder religioso, y eso de abrazos no balazos le viene tan bien en su prédica. La realidad es que el país se ha quedado sin presidente, sin autoridad, sin liderazgo para emprender la lucha contra el crimen, a grado tal que ahora la jerarquía católica le demanda cumplir con su responsabilidad. Como nunca, las fuerzas armadas han sido involucradas en la vida civil, no para emprender la lucha contra la delincuencia. Los criminales no solo se están matando entre ellos, también tienen de rehén a la población civil, que está pagando una elevada cuota de sangre inocente. La Guardia Nacional no muestra presencia ni capacidad de contención. El crimen crece, se extiende y profundiza en lo social, político y económico.
Falso es el dilema abrazos o balazos, que se entiende para una propuesta, insisto, esencialmente moral, no para una autoridad, cuya responsabilidad es simple, cumplir y hacer cumplir la ley; pero, compleja por cómo hacerlo con eficacia, con resultados positivos. Como tal, el país persiste como paraíso de la impunidad, el incentivo más poderoso para el delincuente, quien quiera que sea o delito que cometa. Si no hay justicia, el criminal nada teme. Es la ley de la selva, del más fuerte, del más decidido, del más cruel, del más violento.
La ausencia de legalidad daña a profundamente a la sociedad. La calidad de vida de las personas se ve afectada por la falta de certeza de derechos. La corrupción es un ejemplo; en este gobierno se ha desbordado porque López Obrador la dio por concluida. Los muchos que la practican se sienten impunes y exonerados porque advierten que el reino del presidente es de otro mundo. Los corruptos también son delincuentes.
Cualquier mexicano, cualquier autoridad, cualquier político saben que las cosas están muy mal, y entienden que la ausencia de Estado de derecho, el Estado de guerra, es lo peor que puede sucederle a un país. Pero la sociedad está indefensa porque quienes deben reclamar la indolencia criminal del gobierno prefieren volver la vista al lado. Tuvieron, por ejemplo, que suceder los crímenes atroces contra dos religiosos jesuitas para que la iglesia católica alzara su voz. Algo parecido nos sucede a los medios con los periodistas asesinados. Los empresarios, sin representantes, porque los que hay son complacientes y sin reclamos a las autoridades. Es una vergüenza que las voces más enérgicas, de mayor preocupación y recriminación a la inaceptable situación vengan del extranjero, con todas sus implicaciones, incluso la de alimentar la paranoia propia del actual gobierno.
Si la pobreza es la causa de la criminalidad debe alarmar el incremento significativo de los pobres durante este gobierno; también la pobreza extrema se ha exacerbado, así como la desigualdad y empobrecimiento de las clases medias. Tres pilares fundaron la expectativa de cambio del actual régimen: abatir la pobreza, acabar con la corrupción y proveer seguridad. En todos: estruendoso, preocupante y criminal fracaso.