Las versiones que circulaban sobre un proyecto de nueva constitución atribuido a Morena, y nunca desmentido, perdieron fuerza de forma repentina justo cuando el INE y el Tribunal Electoral le dieron a ese partido político y a sus aliados la sobrerrepresentación más grande e injustificada en la historia del pluripartidismo mexicano.
Desde ese momento, Morena entendió que le sería más sencillo arrancar la aplanadora legislativa y modificar, sin consensos, sin negociaciones, sin deliberaciones y sin concesiones de ninguna índole, el texto constitucional vigente de forma acelerada, que convocar al debate público sobre la creación de esa nueva constitución que promovieron a lo largo de, por lo menos, la mitad del sexenio de López Obrador.
Hoy, sin ningún diálogo con las distintas fuerzas políticas todavía representadas en el Congreso, incluso sin debate interno porque la enorme mayoría de sus diputados y senadores ni siquiera ha leído las iniciativas que ha votado y aprobado, Morena, o su cuerpo directivo —pues en las decisiones no participan ni siquiera todos los legisladores—, han aprobado y promulgado ya, de hecho y también de derecho, una nueva Constitución para México.
Durante su período como grupo dominante primero y hegemónico después, Morena ha modificado 60 de 136 artículos que integran la Constitución. Esos números equivalen al 44% del articulado, aunque en esencia ha cambiado un porcentaje mucho mayor del andamiaje institucional del Estado mexicano, pues en términos de gobernabilidad, forma de gobierno y democracia, tienen peso completamente diferente los artículos relativos a la División de Poderes, a la Independencia Judicial o a la dirección colegiada del Instituto Nacional Electoral, que los derechos políticos de minorías y pueblos originarios, redundancias innecesarias al contenido del artículo primero o prohibiciones absurdas como la que veta vapeadores.
La arquitectura política de un Estado se plasma en su texto constitucional. La del Estado mexicano ha sido modificada de fondo y, es obligado decirlo, contra las reglas políticas y constitucionales que estaban vigentes, pues se hizo por la decisión de un grupo político que ignoró a los otros actores y, con ello, a la mitad de los mexicanos que no votaron por ellos.
La interpretación del Consejo General del Instituto Nacional Electoral, que le dio a la coalición gobernante el 74% de los diputados federales cuando sólo obtuvieron el 54% de los votos, después avalada por tres magistrados del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación que están en la bolsa de Morena, abrió la puerta a la realidad de hoy.
Una de las primeras decisiones tomadas por una supermayoría construida artificial y artificiosamente fue dinamitar el Poder Judicial con una reforma que no solucionará ninguno de los problemas reales de la administración de justicia, pero sí los agudizará y creará otros que volverán todavía menos confiable el aparato judicial.
Inmediatamente después de que los diputados de supermayoría aprobaron la elección judicial y le entregaron su organización al mismo INE que validó la sobrerrepresentación, traicionaron a los consejeros electorales que les dieron su curul. Los convirtieron, por la vía de otra reforma, en acompañantes de Guadalupe Taddei, personaje que hoy maneja el INE en solitario, según su criterio y la línea que le marca desde Morena, sin necesidad de consensar absolutamente nada con el resto de los consejeros electorales, incluidos aquellos que ayudaron a construir la supermayoría que los degradó, de consejeros a damos de compañía con buen salario.
La más importante de las reformas que se han votado sin discutir ni reflexionar es la Judicial. En ella y en el proceso completo, no solo los morenistas tienen responsabilidad. El Pleno de la Suprema Corte de Justicia es también responsable, empezando por su ministra presidenta, Norma Lucía Piña, quien ha mostrado una y otra vez que nunca supo dónde estaba parada y cuál era el papel que le correspondía jugar como cabeza del Poder Judicial. Piña prefirió jugar a ser jurista de burbuja, vestirse de víctima y dejarse aplastar, en lugar de reconocer la nueva realidad y operar para mantener vivo el Poder Judicial cuando era el último reducto de una democracia que ya expiró.