Felipe
León López
El
primer caso se conoció un 28 de febrero de este año y después fueron cayendo
uno a uno. Hace siete meses eran apenas 35 mil los muertos, al momento de
escribir estas líneas superan los 76 mil y se han estudiado un millón 672
casos, de los cuales casi 858 mil han dado negativo, mientras que 82 mil 914
son sospechosos. No sabemos con precisión el índice de letalidad ni cuántos
decesos habrán de acumularse en otros siete meses.
Nos
dijeron que teníamos capacidad para enfrentar la situación, que no era algo
terrible ni fatal y que ni siquiera equivaldría a la influenza. Y no, no fue
así, fue peor, más mortal y más prolongada esta pandemia que la anterior.
Corrieron
los rumores y la incredulidad de algunas personas en lo que algunos catalogaron
como “infodemias”: que no existían tales virus; eran una invención de
laboratorio; lo mandaron los chinos para luego vendernos la vacuna y derrotar a
EUA; que siguiéramos el ejemplo de los que sí saben y que no usan cubrebocas.
“Miren,
lo del coronavirus, eso de que no se puede uno abrazar; hay que abrazarse, no
pasa nada” y de paso también nos dijeron que no iban a ordenar el uso de
“tapabocas” (sic) porque no querían verse como el gobierno espurio, no iban a
obligar a nadie a usarlo ni a prohibirles salir.
El
“cubrebocas” se convirtió en una identidad político-partidista supliendo a las
ciencias de la salud. Este movimiento discursivo se repitió con el responsable
de conducir y entrenar a los mexicanos frente a la pandemia. Los mensajes
fueron contradictorios y el respeto a la credibilidad fue cayendo lentamente al
tiempo que la frivolidad se apoderaba de los protagonistas.
La
protocolización fue lenta, tardía y poco efectiva. Conforme se acumularon los
muertos se acusaba, se señalaba a los “ricos” que viajaron a Europa o a Asia y
trajeron la pandemia, pero hubo varios estudiantes que llegaron al país
contagiados y la enfermedad les explotó cuando estaban en sus casas, ya que al
llegar al aeropuerto mexicano no había ninguna medida de control sanitario. Una
estudiante de Guerrero proveniente de España, fue una de las primeras; su
condición socioeconómica no precisamente respondía al patrón de responsables al
que señalaron, pues estaba becada.
Lastimosamente
la enfermedad golpeó más fuerte a los estratos sociales más vulnerables: pobres
e indígenas, trabajadores sin seguridad social, ancianos, seguidos de amas de
casa, así como enfermos de diabetes y obesidad. No es una pandemia democrática.
La
rebelión comenzó en los centros de trabajo, se pedía a todos los empleados a
cumplir con el uso de cubrebocas, guantes y mascarillas. La industria de la
sanidad preventiva se disparó aceleradamente: ventas por e-commerce o directas
desde aparatos especiales hasta desinfectantes para cada parte del cuerpo
(manos, cara, pies, cabello) con el fin de contener los contagios. Así
fábricas, centros comerciales, escuelas, mercados y oficinas se anticiparon a
lo que después sería obligatorio: el confinamiento y el uso obligatorio de
cubrebocas para salir a la calle.
Usar
el cubrebocas se convirtió en una norma cívica para andar en la calle, en los
centros comerciales y al mismo en un símbolo de rechazo a las voces políticas
que decían que no era necesarios. Una desobediencia civil que sigue
generalizada en los distintos espacios donde se ha retornado a la actividad y
donde quien no lo usa tiene condena moral y hasta rechazo colectivo.
La
rebelión del cubrebocas pasó entonces las autoridades de varios niveles:
regidores, alcaldes y gobernadores, incluyendo a la jefa de Gobierno de la
ciudad capital, comenzaron a difundir sus acciones ante la poca acción
preventiva del poder central. Se acotaron las actividades laborales,
educativas, de convivencia, recreación y esparcimiento, pero, sobre todo, se
obligó o recomendó a usar cubrebocas.
Hubo
una confrontación entre los defensores del cubrebocas como medida preventiva y
responsable y quienes decían que no servía de mucho o de nada, por más razones
político-partidistas: “no quieren ser como el espurio”, dijeron. Es obligatorio
llevarlo en países asiáticos, latinoamericanos y europeos. En Estados Unidos,
Donald Trump se doblegó y aceptó su uso por razones “patrióticas”.
Como
dijimos, la enfermedad del covid-19 no es democrática, pues pega a los más
desprotegidos y a quienes diariamente luchan contra ésta. Amnistía
Internacional (AI) dio a conocer que, en el mundo, han muerto más siete mil
profesionales de la salud. México es el número uno en todo el planeta con mil
320 fallecimientos reconocidos, aunque podrían ser más.
Los
reclamos han parado en los hospitales públicos por la desatención y se habla ya
de una baja en la hospitalización. Sin embargo, siguen faltando los apoyos al
personal y el equipamiento, mientras que el gasto para partidos políticos, esos
que niegan el uso de cubrebocas como medida preventiva responsable, aumentó
considerablemente porque el 2021 es año electoral.
Al
momento, el mundo tiene más de un millón de muertes por Covid-19, pero la
pandemia “está resultando para América Latina un duro golpe social y económico.
En este momento, el foco de la pandemia se encuentra en Estados Unidos, seguido
por Brasil, Perú, México, Colombia, Chile y Argentina”, informó la Comisión
Económica para América Latina (CEPAL).
En
México de diez indígenas o pacientes pobres que logran ser hospitalizados, no
salen con vida ni la mitad. Muchos han muerto sin siquiera ser atendidos en un
centro de salud o sin saber que murieron por el virus. Simplemente murieron por
alguna neumonía, según la crisis de datos que rondan en este momento.
El
impacto económico pega a los más débiles. Han cerrado más de diez mil pequeños
negocios (mipymes, les llaman) y se calcula que más medio millón no
sobrevivirán la crisis al cierre del año. Más de 732,000 empleadas domésticas
dejaron de laborar entre marzo y julio, de acuerdo con el INEGI.
Ahora
hay luces de esperanza. El uso del cubrebocas más la protocolización sanitaria
que la sociedad impulsó, sin el gobierno de por medio, finalmente han ido
avanzando para regresar a la reactivación económica y evitar que la caída sea
mayúscula. Podemos sobrevivir si nos cuidamos, si nos protegemos y si somos
corresponsables, es el mensaje de nuestra colectividad.
Se
presume esta semana que el Indicador Global de la Actividad Económica (IGAE) avanzó
5.7 por ciento con respecto al mes anterior, lo que quiere decir que se
reactivó el consumo, por una parte, porque se reactivaron algunas áreas y, por
la otra, porque siguen llegando recursos de las remesas, muchas de ellas
producto de los apoyos económicos extraordinarios a los trabajadores en Estados
Unidos para paliar la pandemia.
No
nos confiemos. Arturo Herrera, el secretario de Hacienda, vislumbró que la
recuperación económica vendrá primero de sectores con menor riesgo de contagio
de Covid-19, sobre todo porque se proyecta que la pandemia estará presente
durante un año y eso impedirá regresar a condiciones previas a marzo.
Por
ahora, el cubrebocas dejó de ser un tema político, que paradójicamente el
político trata de justificarse. La razón colectiva se impuso y es cuestión de
mirar alrededor para darse cuenta que la población está usándolos, moldeándolos
y hasta preparándolos para ocasiones especiales. Las personas que rehúsan
usarlo son pocos y tienen un repudio abierto de la colectividad. Así son las
resistencias civiles y así se derrota al argumento político: aquí no cabe el
egoísmo sino la sobrevivencia de todos.
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