
Felipe
León López
“Los
pesimistas se reclutan entre los ex esperanzados, puesto que para tener una
visión negra del mundo hay que haber creído antes en él.” De esta forma leíamos
las reflexiones de un personaje de Ernesto Sábato, el cual podríamos ser
cualquiera de nosotros en este momento, en la actual circunstancia por la que
atraviesa la humanidad y que estamos viendo desvanecerse toda señal de
esperanza.
En
El Túnel, de Ernesto Sábato, nos cuenta la historia de un asesinato de
María Iribarne a manos de Juan Pablo Castel, quien la había idolatrado al nivel
de la obsesión y la feligresía. Al matarla, también aniquilaba la única persona
que le daba actos de fe, de esperanza, de comprensión y sanación. Esta obra
dibuja nuestra sociedad mexicana actual, envuelta en la alta expectativa que
generan en campaña y que la realidad, fría y contundente, la convierten en
desesperanza.
Los
mexicanos hemos estado atrapados en la estridencia inducida por la clase
política, dando demasiado peso a los errores del pasado; ese pasado al que
culpamos de todo y que han limitado nuestra visión entre lo bueno y lo malo. El
pasado malo contra el futuro bueno, concebido como tierra prometida, que se
traduce en desilusión, desencanto, desesperanza y, sobre todo, temor. Resultado
de esa confrontación interna -pero a la vez colectiva- nos es la pérdida de
confianza y de identidad, dejándonos en un estado permanente de nervios,
angustia, y como si fuéramos el Castel de Sábato, terminamos siendo seres
malvados atrapados en un túnel donde nos devoraremos lentamente.
La
situación no es para menos, pues llevamos lustros desgastados entre la
corrupción, la violencia y una democratización que a veces parece empeorar
nuestra percepción sobre el valor de la política como instrumento para avanzar
como sociedad. La deuda social con los más pobres frente al gasto “exorbitante”
de los partidos, por ejemplo, es una de las razones del enojo. Las listas de
los millonarios frente a las cifras de subdesarrollo y saqueo frente a las
necesidades apremiantes de la población, nos generó el odio colectivo y el
desprecio a las élites. Los valores del mercado nos obligaron a estar en
permanente competencia, pasando de una sociedad desescolarizada a una
escolarización para vendernos, y la meritocracia como fórmula de tener un
espacio asegurado en los sectores públicos y privados.
Tenemos
lustros viviendo en una crisis que parece permanente. De la llamada “docena
trágica” del Estado benefactor y paternalista setentero a la era neoliberal
mexicana, que abandonó la cohesión social. Octavio Paz decía en El Ogro
Filantrópico que “los liberales creían que, gracias al desarrollo de la
libre empresa, florecería la sociedad civil y, simultáneamente, la función el
Estado se reduciría a la de un simple supervisor de la evolución espontánea de
la humanidad. Los marxistas con mayor optimismo, pensaban que el siglo de la
aparición del socialismo sería también la desaparición del Estado. Esperanzas y
profecías evaporadas: el Estado del siglo XX se ha revelado como una fuerza más
poderosa que la de los antiguos imperios y como un amo más terrible que los
viejos tiranos y déspotas. Un amo sin rostro, desalmado y que obra no como un
demonio sino como una máquina”.
Así
cerramos el siglo XX y este ya muy caminado y envejecido veintiuno no hemos
cambiado mucho, porque depositamos en la clase en el poder toda la
responsabilidad para sacar adelante a la sociedad y no, como ha pasado, en
dejarlos que reproduzcan las acciones de gobierno en bienes políticos
particulares en favor de su proyecto partidista o de grupo y no en construir el
andamiaje social para que todos podamos participar y salir adelante.
En
el país, cuando las cosas andan mal y no mejoran, se experimentan sentimientos
negativos que atentan contra la esperanza depositada en esa clase dominante del
momento, pero, sobre todo, se pierde la fe en la colectividad, tan necesaria
esta para enfrentar los problemas que suceden a diario en nuestra
individualidad, nuestra familia y nuestra colectividad. Digamos que el
ancestral “tequio” se va aniquilando junto a la esperanza. Decía José Ortega y
Gasset que “todo lo que hagamos sea con entusiasmo y no por obligación, pues
qué triste sería ubicarse en esta última elección”.
De
cara a la serie de problemas que están por estallar y que nos negamos a ver,
pues es claro que estamos sentados en una olla de presión derivado de la crisis
multifactorial del Covid, debe ser la ciudadanía la parte clave de cualquier
estrategia gubernamental, porque si algo ha demostrado la historia, es que
entre más ciudadanía más amplia es la transformación, colocando en primer lugar
a la sociedad y no a los intereses de partidos, forzando a que el sistema sea
más receptivo y más aprehensivo en sus demandas y propuestas. La ciudadanía
entre más participativa y demandante, es tratada de mejor manera y más respetuosa
por el poder político. Más ciudadanía, es la clave para recuperar la esperanza.
Regresando
a Sábato, en Sobre Héroes y Tumbas, hay otro pasaje que nos abre a la reflexión
sobre el motivo este artículo contra la desesperanza: “Los pesimistas se
reclutan entre los ex esperanzados, puesto que para tener una visión negra del
mundo hay que haber creído antes en él y en sus posibilidades. Y todavía
resulta más curioso y paradojal que los pesimistas, una vez que resultaron
desilusionados, no son constantes y sistemáticamente desesperanzados, sino que,
en cierto modo, parecen dispuestos a renovar su esperanza a cada instante
aunque lo disimulen debajo de su negra envoltura de amargados universales, en
virtud de una suerte de pudor metafísico; como si el pesimismo, para mantenerse
fuerte y siempre vigoroso, necesitase de vez en cuando un nuevo impulso
producido por una nueva y brutal desilusión.”
Vayamos
pues, por más ciudadanía, para remontar la adversidad y recuperar la esperanza
de transformar nuestros proyectos de vida y de país.
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felipe.leon@escipion.com.mx