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La verdad como obstáculo

por Ivabelle Arroyo
17-08-2021

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La verdad es un arma de doble filo y Andrés Manuel López Obrador la empuña mal. Eso explica que, a pesar de su carisma, de la legitimidad que lo acompaña y del poder que ha concentrado en los primeros tres años de gobierno, su administración sea inoperante en las esferas sustantivas; la seguridad como primera. 

Su obstáculo es la verdad. Esa a la que, para infortunio de nuestro sistema político, Andrés Manuel López Obrador llegó hace tiempo. 

Me explico. Hay anhelos que no deben satisfacerse. Si se alcanzan no solo se diluye su fuerza transformadora y motriz, sino que se aniquila a los actores que los persiguen. Imagino el desastre civilizatorio si se instalara el paraíso en la tierra. No habría más ciencia buscando explicaciones ni remedios. No habría más religiones reconfortando a los extraviados. Serían innecesarias las instituciones y las leyes. Pura armonía y ninguna novela policiaca. 

Algo similar sucede con la verdad. No es que la verdad sea inalcanzable, es que debe serlo para que funcione. ¿Qué quiere decir eso? Que para encontrar lo que será cierto, hay que sacudir lo que hoy se muestra como tal. Ni siquiera en ciencia los postulados comprobados son inmodificables: respetar religiosamente a Newton acabaría con la investigación cuántica. O como dijo el nobel de medicina Konrad Lorenz: “La verdad de hoy es el error del pasado”. 

Me seduce esa idea, que la verdad sea una zanahoria a alcanzar y no un estado de cosas. El filósofo alemán Peter Häberle, uno de los estudiosos más relevantes de la verdad y el Estado constitucional, afirma que la verdad es a la ciencia lo que la justicia a la ley. También me seduce su lectura: si alcanzas la verdad, destruyes los motivos de la ciencia. Si alcanzas la justicia, ya para qué pones leyes. Lo dicho: el paraíso en la tierra destruye la humana búsqueda del paraíso. 

Eso es precisamente lo que está haciendo el presidente de México. Él, que anhela quedar en las páginas de la historia, ha paralizado el mecanismo esencial de la política, le ha extraído la savia que la hace un proceso vivo y con ello ha anulado no solo el proyecto de transformación, sino la marcha misma de su gobierno. No hay más realidad que la suya, porque él ya no busca la verdad: vive en ella. 

Pondré solo un ejemplo, pero la lista es larga. Nadie como López Obrador había cambiado tan dramáticamente la herramienta estatal para combatir la inseguridad. Triplicó la capacidad de fuerza al crear la Guardia Nacional y aumentó notablemente los recursos del Ejército. Sin embargo, su rígido plan no funciona y no tiene visos de adaptación. El huracán de violencia sigue soplando y los expertos en seguridad explican alarmados que el poder del crimen organizado está en aumento. Lo mismo sucede en otras dimensiones: combate a la corrupción, cobertura en salud o educación pública. En estas áreas hay acciones potencialmente transformadoras, pero no tienen palancas de adaptación ni aprendizaje y los resultados no son positivos. ¿Por qué?

Porque López Obrador ve innecesaria tanto la crítica como la información complementaria. Eso explica que tenga “otros datos”, que su partido no pueda oponerse a la militarización ni a la designación de bochornosos candidatos; que los adversarios sean portadores del mal y que la política haya dejado de ser un procedimiento para convertirse en un ring moral. Llevar la verdad al poder es una de las mejores recetas para destruir la libertad –y, por cierto, eso de que la verdad nos hará libres es un slogan mal comprendido. 

En serio. “La verdad os hará libres” es una frase escrita por el apóstol Juan hace casi 2 mil años en un frágil papiro, pero parece que se grabó en pasta nuclear, el material más resistente del universo. Se nos ha inculcado –no solo en la tradición cristiana– que la meta es llegar al conocimiento (no que hay que trabajarlo), a la iluminación, al entendimiento completo… a dios o lo que se le parezca. Y ese es el problema: que la verdad se identifique con dios o lo que se le parezca y que ahí se acabe la lucha. 

No siempre fue así. Para los griegos la verdad era lo no oculto. Para la tradición hebrea, la verdad está relacionada con la validez. Santo Tomás metió un ruido espantoso al enseñarnos un concepto más moderno: la correspondencia entre la cosa y la expresión de esa cosa, pero henos aquí, necios, anclados con la idea católica de verdad y libertad. 

Regreso al apóstol, para citarlo completo porque tiene su encanto: 

Dijo entonces Jesús a los judíos: Si vosotros permanecéis en mi palabra, seréis verdaderamente mis discípulos, y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres.

¡Ahora resulta que para encontrar la verdad hay que a) seguir la palabra (las ideas planteadas por el mesías), y b) ganarse el adjetivo de discípulos! Qué bonito. Y qué conveniente para la religión: ese tipo de verdad le da fuerza a la creencia, genera comunidad y establece un marco de vida. Muy útil para la fe, los cultos, las sectas, las iglesias.

Sin embargo, esta noción es perversa, indigna de la construcción civilizatoria. Bloquea la libertad, la imaginación, el disenso, la experimentación y el muy humano derecho al error, pero además, en el ámbito público, conduce al totalitarismo. 

Quizá eso no cause incomodidad en el movimiento lopezobradorista o en el presidente mismo. Al fin y al cabo, es su verdad la que calla a las demás. Sin embargo, esa certeza, ese presente realizado, es al mismo tiempo lo que atasca sus propósitos. Con la verdad, López Obrador le pone freno a su propia capacidad de cambiar las cosas.