Hace poco más de 150 años, concluida la Revolución
de Ayutla, el país vivía la agitación ideológica de
liberales y conservadores pues justamente se trababa
de definir el nuevo orden constitucional que debía
dejar atrás la dictadura de Antonio López de Santa
Anna.
El 24 de enero de 1857 tendría lugar la discusión en
el Congreso Constituyente el debate sobre la
supresión de las comandancias militares, luego, poco
después, vendría la correspondiente a la ley de cultos.
Y el potosino Ponciano Arriaga (1811-1865), uno de
los liberales radicales, diputado responsable de
elaborar el proyecto de constitución, presenta un
contundente voto particular sobre la supresión del
abusivo poder militar santanista que muchas luces
podría aportarnos en esta hora.
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“En tiempo de paz -comenzaría Arriaga, ninguna
autoridad puede ejercer más funciones que las que
tengan exacta conexión con la disciplina militar (…) El
que suscribe ha creído siempre, como cree ahora, que
el poder militar debe ser enteramente pasivo (…)
Cree, también, que ese poder debe obrar saliéndose
de su esfera sólo cuando la autoridad legítima
invoque el auxilio de su fuerza (…)
“Será imposible, de todo punto imposible, que la
autoridad política se moralice y recobre sus legítimos
derechos, si ha de estar teniendo frecuentes
ocasiones de entrar en el comercio de
condescendencias, debilidades y funestas
consideraciones con el poder militar (…)
“Cuidar de la paz y de la seguridad pública,
administrar la justicia y la hacienda, reprimir los
crímenes y delitos, en fin, gobernar la sociedad, son
atribuciones de la autoridad que obra en nombre de
la ley, la ley es expresión de voluntad popular y los
funcionarios militares nada tienen qué hacer, por sí y
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ante sí, si no son requeridos, mandados o autorizados
por las potestades civiles, en todos los negocios que
no tengan una íntima y directa conexión con la
disciplina de obediencia que es su primitiva ley.
“¿Y puede darse cosa más absurda en un sistema de
gobierno pacífico y legal, que esa reunión
contradictoria del poder civil y militar en una misma
persona, erección monstruosa de la política
mezquina del autor de todos nuestros males, del
inolvidable dictador (Antonio López de Sana Anna)
que quiso militarizar no solamente los gobiernos de
los estados, sino los prefectos, los alcaldes y hasta los
alcaides? ¿Puede haber una cosa más repugnante a la
buena administración que tal incoherente mezcla de
dos poderes heterogéneos, que se excluyen, se
repugnan, se chocan y contradicen? Es gobierno
pacífico y legal, el gobierno guerrero y el mando
económico de la fuerza es otro. El primero obra
invocando la ley, el segundo debe obrar sugerido por
la autoridad (…)”
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A todo esto, es indispensable preguntarse, luego de
una semana inundada de tantas polémicas ¿por qué
un Presidente tan adicto a nuestra historia ha podido
llevarnos al estado de depredación política que
padecemos? ¿De verdad se cree que con el
encumbramiento político del poder militar podremos
enfrentar el problema de la inseguridad?
México está viviendo bajo el ritmo devorador de una
presidencia obsesionada por sus dogmas y
fantasmas