Por. Saúl Arellano
La cuestión es relevante porque en el marco de la población de los nuevos resultados de la medición multidimensional de la pobreza, a partir de la publicación de la Encuesta Nacional de Ingreso y Gasto en los Hogares (ENIGH 2022), el debate se ha centrado en torno a cuántos ingresos obtienen los hogares, y cuánto alcanza para comprar con ese dinero.
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Sin embargo, esa visión es, entre muchas cosas, limitada. Porque el supuesto es que quienes reciben esos ingresos tienen qué comprar y dónde comprar, es decir, de manera lineal, se piensa que todos los productos de la canasta alimentaria y no alimentaria están disponibles en todo momento, y que esa disponibilidad se da gracias a mecanismos de distribución justa y oportuna de las mercancías o los servicios a que tiene derecho la población nacional.
De otro modo no se puede entender por qué, si en promedio, según los datos del INEGI, incrementaron, en promedio, 11% el monto total de sus ingresos corrientes, el hambre persiste y, de hecho, en algunas regiones, se agudizó. Y es que, debe insistirse en que, una cosa es tener el dinero en la bolsa, y otra que haya productos en las tiendas para ser comprados.
En ese sentido, es importante hacer eco del llamado que hace Mario Luis Fuentes, para dejar de interpretar de manera aislada el poderoso conjunto de encuestas e instrumentos de medición de que dispone el Estado mexicano, y, por el contrario, avanzar hacia explicaciones con mayor sentido, atendiendo a la complejidad de los temas y la multifactorialidad de los fenómenos que debemos enfrentar.
En su perspectiva, que hace pleno sentido, sería necesario, por ejemplo, cruzar los datos de la ENIGH, con los datos de la Encuesta Nacional de Salud y Nutrición (ENSANUT); porque la otra cara de la moneda, sobre la que varios hemos alertado hace varios años, es el expansivo crecimiento de la obesidad y el sobrepeso, pues una vez más, una cosa es tener el recurso para adquirir mercancías, y otra que las mercancías disponibles sean de la calidad requerida para garantizar una vida sana a las personas, y particularmente a las niñas y niños, para quienes debe garantizarse en todo momento y en todos los ámbitos, el principio del interés superior de la niñez.
Si se suma el hambre a los problemas de la malnutrición, lo que tenemos es una fractura de enorme magnitud en todo el sistema de políticas públicas de nuestro país. Y esto se confirma con los recientes datos sobre mortalidad que ha dado a conocer el INEGI, en los que se confirma que las dos principales causas de defunción en el país son las enfermedades del corazón, y la diabetes mellitus, que en conjunto producen alrededor de 300 mil decesos al año.
Esto permite plantear que el debate en torno a las mediciones que generamos debe llevarnos a una discusión seria en torno a la estructura y contenido de los programas, sobre su eficiencia y su impacto y pertinencia, y no caer, como ha ocurrido de manera ramplona a lo largo de las últimas décadas, en el uso político de los resultados, aparentemente positivos, para legitimar opciones de gobierno que, a la larga, se revelan todas, en el mejor de los casos, como mediocres en resultados, pero sobre todo, en visión y capacidad de condición del país.
No debe olvidarse que el artículo 4º de nuestra Constitución reconoce para todas las personas, el derecho a la alimentación sana y nutritiva; pero también el acceso al agua para consumo humano. Pero los datos del INEGI muestran que casi una de cada cuatro viviendas del país no tiene agua entubada en su interior; y que donde hay conexión a la red pública, sólo en alrededor del 65% se recibe el líquido de manera diaria; y aún más, según la Encuesta Nacional de Calidad e Impacto Gubernamental, sólo el 22% de quienes reciben agua en sus viviendas la consideran potable, es decir, que se atreverían a beberla directamente de la llave sin temor a enfermarse.
Agréguese a lo anterior que poco más del 13% de los hogares mexicanos tienen como principal combustible para cocinar a la leña y el carbón; y que en una muy elevada proporción la basura se quema, se entierra o se deposita en lugares inapropiados, incluidas barrancas, ríos o lotes baldíos, y entonces la visión que nos dan los dichosos promedios del bienestar comienzan a palidecer y a mostrarse en sus límites explicativos.
Lo anterior no significa de ninguna manera renunciar al poder descriptivo de la ciencia; a las nuevas y poderosas metodologías de análisis estadístico y de medición que se han desarrollado. Lo que debemos tener la capacidad, en todo caso, es de ubicarlas en su justa dimensión y evitar que las mediciones se conviertan en fines en sí mismos, que paradójicamente, terminan en ocasiones ocultando aquello que urgentemente debe ser mostrado: en este caso, que seguimos siendo un país de brechas, de profundas injusticias; de una imparable violencia; de permanente corrupción, y suma y sigue.
Pensar críticamente en estos temas es una responsabilidad ineludible, porque de otro modo seguiremos esquivando el hecho crudo y duro de que las personas, en definitiva, no comen promedios.