Los medios de comunicación, en todas sus formas y modalidades, han sido un factor clave en la disputa por el poder en la modernidad, al menos a partir del siglo XVII. El filósofo Jürgen Habermas lo explica profusamente en su Historia y crítica de la opinión pública. Ahí plantea que, paradójicamente, las poderosas estructuras de la opinión pública, que parecían garantes y promotoras permanentes de emancipación y libertad, pueden volverse en contra de esos ideales; frente a los cuales, al liberalismo político no le ha quedado otra en varios momentos, sino combatirlas.
Pareciera que estamos justamente en uno de esos momentos. Sobre todo, ante la subversiva irrupción de las redes sociales, las cuales, en un primer momento, generaron la ilusión de haber llegado a la panacea de la plaza pública, ahora constituida electrónicamente, al alcance de todas y todos, y en las cuales se podría expresar cualquier idea, pensamiento o creencia.
Sin embargo, en esa idea subyace el supuesto de que en la formación de la opinión pública quienes interactúan son personas libres e iguales que ponen ante la comunidad de hablantes, propuestas que pueden someterse a una crítica racional, ante la cual habría de imperar la tolerancia y la lógica del mejor argumento.
Ya en diversas ocasiones las sociedades que pretenden ser democráticas se han enfrentado a paradojas muy fuertes. Por ejemplo, que el discurso del odio haya podido diseminarse por todo el llamado “mundo libre” y se haya posibilitado no sólo la emergencia, sino la toma del poder por los fascistas. Y eso no ha terminado de ocurrir.
Pero ahora, esa paradoja se ha profundizado, pues en nuestro contexto no solo se mantienen las peores prácticas de la comunicación de masas, sino que ahora se ha abierto la posibilidad de que los discursos se amplifiquen, no mediante emisores identificados e identificables en función de los grupos de poder a los que pertenecen, sino que pueden inventarse falsas identidades bajo diferentes modalidades (bots, trolls, haters) desde los cuales se combate, agrede, insulta o acosa a quienes expresan ideas contrarias a las del poder o a las de grupos de poder.
Cuando a partir de la finalización de la Segunda Guerra Mundial se debatía en torno a si los medios de comunicación influían, determinaban e incluso, enajenaban a la población, en el fondo lo que estaba a discusión era el papel de los medios de comunicación ante la ideología, del tipo que fuera. Quizá los que más se aproximaron a la complejidad del problema hayan sido los integrantes de la Escuela de Frankfurt quienes atinadamente comprendieron que estábamos ante lo que denominaron como la “Industria Cultural”.
Sin embargo, en esa idea estaba siempre vinculada la figura del Estado como el gran articulador, también a veces manipulador o supresor, de lo que se debate públicamente. Pero ahora, lo que se está viviendo con las redes es que hay un retraimiento del Estado y que son poderosas plataformas privadas las que dominan el espacio público.
En efecto, las redes de Facebook, Tik Tok, Twitter e instragram, por citar solo algunas de las más notables, constituyen poderosas plataformas de diseminación de contenidos y recursos multimedia que no sólo están determinando la lógica del comercio electrónico, de la publicidad de productos y servicios e incluso de la propaganda política, sino que además, están avanzando hacia su consolidación en tanto estructuras de influencia, mediación e incluso control del espacio público a escala global.
¿Cómo se va a definir el Estado del siglo XXI frente, pero también, desde estas plataformas? Esa es todavía una cuestión incierta que debe debatirse con prontitud, porque los derroteros de la libertad están en juego, y porque los caminos para mantenerla a flote son siempre estrechos, mientras que los del odio, la intolerancia y las patologías más aberrantes del poder, son siempre amplias avenidas por las que hay muchos que están ansiosos, no solo de transitar, sino de dirigir, moldear y controlar.