Javier Treviño
El valor público debe ir más allá de un enfoque de impactos
monetarios y debe incluir beneficios sociales percibidos por los ciudadanos
Es una muy buena noticia que ya tenemos una “Guía ética para
la transformación de México”. Nadie podría oponerse a los 20 principios y
valores que presentó ayer el presidente de la república. Es un extraordinario
trabajo. Compromiso cumplido. Ahora le toca al gobierno concentrarse en crear
“valor público”.
Los gobiernos en todo el mundo crean o destruyen valor a
través de sus decisiones, sus servicios, sus leyes, sus regulaciones y de todas
sus acciones. En una democracia como la nuestra, el valor debe ser definido, en
última instancia, por los ciudadanos mismos. El valor es determinado por las
preferencias de los ciudadanos expresadas de diferentes formas y reflejado por
las decisiones de los gobernantes.
Después de dos años en el camino, creo que el concepto de
“valor público” podría ayudar al gobierno de la 4T a definir una manera de pensar
más adecuada sobre los objetivos y el desempeño de las políticas públicas. La
ventaja de este concepto es que puede dotar de una buena métrica para evaluar
las actividades que son llevadas a cabo directamente por el gobierno, o las que
son implementadas por otras organizaciones y apoyadas por el gobierno.
El concepto de “valor público” puede medir mejor la
confianza y la legitimidad, porque también incluye la equidad y la rendición de
cuentas. El “valor público” es un camino para reconciliar la democracia y la
eficiencia a través del diálogo. No es propiedad de los partidos políticos, ni
de los colaboradores del presidente. Es un proceso de aprendizaje social. Se
define y redefine a través del diálogo, la interacción social y política.
Compromete a los políticos, a los funcionarios, a los ciudadanos y a las comunidades.
Los funcionarios públicos deben colaborar entre sí dentro y
entre los límites institucionales, salirse de los silos, administrar de manera
eficiente y efectiva, interactuar con las comunidades y los usuarios de los
servicios y desarrollar reflexivamente su propio sentido de vocación y deber
público.
Al presidente no le gustan ni el neoliberalismo ni la
tecnocracia. Pero sí debe reconocer la importancia de una gestión pública de
reglas claras, orientada hacia la eficiencia y eficacia. Así como tiene sus
“diálogos circulares” en las mañaneras, hace falta un diálogo e intercambio
asociado con la gobernanza.
Gobierno y ciudadanos deben acordar: ¿De qué quieren que el
gobierno se responsabilice? ¿Qué mecanismos se requiere usar? ¿Cómo se va a
responder a la deliberación pública para garantizar la confianza y legitimidad?
La palabra clave también es “gobernanza”. ¿Cómo unificar las
ideas a fin de que todo el sector público, sus dependencias, entidades,
programas se organicen y gestionen para alcanzar los objetivos y las metas
públicas.
La crisis económica, derivada de la pandemia, ha obligado al
gobierno a implementar restricciones financieras, ajustes, recortes
presupuestarios, racionalizar sus gastos. La moral de los buenos servidores
públicos ha sido afectada. Lo que falta es poner el foco de actuación de lo
público en factores de eficiencia interna, como incentivos, costos,
productividad y calidad.
La confianza ciudadana en el gobierno podría deteriorarse si
los ciudadanos tienen dudas de que el gobierno pueda cumplir su promesa de
bienestar para los que menos tienen. Se requiere una nueva cultura
administrativa. Es necesario reforzar el valor de lo público y de los
servicios.
La nueva gobernanza debe ser una forma de gestión más
cooperativa, donde las instituciones estatales y no estatales, los actores
públicos y privados, participen y cooperen en la formulación y aplicación de
las políticas públicas.
La nueva gobernanza implica algo más que la acción de
gobernar o de dirigir la actuación de las instituciones de gobierno, es más
bien una manera concreta de ejercerla. Hablamos de gobierno legítimo,
responsable, competente, respetuoso de los derechos humanos y de la aplicación
de la ley.
La nueva gobernanza es un modelo de administración pública
cuyo principal objetivo es acercar a los ciudadanos a las instituciones, a
través de una mayor participación individual y de las redes de organizaciones
de la sociedad.
La gobernanza que opera ahora en México, desafortunadamente,
se da en un escenario de fragmentación. Debemos reconocer que ya no hay
fronteras entre el sector público, el sector privado y la sociedad civil. Por
eso, lo importante ahora es armar la red de políticas públicas que logren
nuevas formas de coordinación y cooperación. Lo importante es trazar una
estructura de razonamiento práctico, con plena aplicación de la ley, que
suponga una guía para el gestor público.
Esta perspectiva busca cambiar el enfoque tradicional de la
administración pública que intentaba ser eficaz y eficiente de acuerdo a los
mandatos políticos, lo que se traducía en gestores públicos que actuaban con la
mentalidad de administradores, y no de emprendedores, dando como resultado la
ausencia de liderazgo en la prestación de los servicios públicos.
Los recursos públicos deben ser utilizados para aumentar el
“valor público”. El valor público debe ir más allá de un enfoque de impactos
monetarios y debe incluir beneficios sociales percibidos por los ciudadanos.
Creo que al evaluar la actuación del gobierno deberíamos observar
tres cosas: a) La prestación de servicios que se ha logrado. b) Los impactos
sociales reales. c) El mantenimiento de la confianza y la legitimidad del
gobierno.
En última instancia el “valor público” se verá en tres
dimensiones:
1. En los servicios: el valor público se crea a través de la
entrega de servicios de alta calidad que crean satisfacción del ciudadano.
2. En los impactos: el valor público se percibe cuando se
mejora sustancialmente la seguridad, la reducción de la pobreza, la salud
pública, la educación.
3.- En la confianza: el valor público se refiere a la
relación entre los ciudadanos y la autoridad. A menudo es el elemento más
desatendido, pero la falta de confianza, incluso cuando los servicios son
buenos, reduce el valor público y puede obstaculizar los avances.
Ante situaciones concretas, las preguntas clave que la 4T
debería hacerse son: ¿Cómo puede el gobierno obtener el mejor resultado para la
sociedad en función de los bienes y recursos disponibles? ¿Para qué sirve este
servicio público? ¿A quién se le rendirá cuentas? ¿Cómo sabemos que hemos
tenido éxito?
Pero también se requiere la evaluación seria de los
programas sociales, el análisis costo-efectividad y de rentabilidad social,
porque todo debe ir más allá de las preferencias individuales hacia los
propósitos establecidos colectivamente.
En una democracia, las instituciones y los procesos
representativos crean las condiciones para que los ciudadanos se asocien y
decidan colectivamente lo que quieren conseguir juntos. El “valor público” es
precisamente aquéllo que el público valora. Las administraciones públicas deben
informarse de las preferencias de los ciudadanos, pero ir más allá
genuinamente, aprender de ellos, de sus opiniones, intereses, experiencia y
conocimiento colectivo. Todo es un proceso de aprendizaje social con reglas
claras y plena aplicación de la ley.