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Los Tocables El Papa que vino del sur

por Héctor Guerrero
02-05-2025

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Jorge Mario Bergoglio nació en Buenos Aires, en el barrio de Flores, en 1936. Hijo de inmigrantes italianos, vivió en una casa modesta donde aprendió el valor del esfuerzo y la humildad. Antes de ser sacerdote, trabajó como técnico químico, y ya desde joven mostraba un espíritu profundo, amante de los libros.

Atesoraba un encuentro con Jorge Luis Borges, quien, ciego pero lúcido, lo recibió en la Biblioteca Nacional. Aquella conversación fue para el joven jesuita una revelación: la fe podía dialogar con la literatura, la razón con el misterio.

Aficionado entrañable al Club San Lorenzo, su pasión por el fútbol era una forma de comunión con la vida. No era raro que evocara goles de los años 40 y 50 con una sonrisa cómplice. Ya como Papa, conservó su credencial de socio activo y convirtió su afición en una metáfora pastoral: el fútbol enseña comunidad, esfuerzo y lealtad. En 2025, su club le rindió homenaje al nombrar su estadio “Papa Francisco”. La mezcla de fe y barrio siempre fue su sello.

Fue elegido Papa en 2013, el primero americano y jesuita. Su llegada rompió moldes. Rechazó lujos y protocolos. Prefirió vivir en la residencia de Santa Marta antes que en los palacios vaticanos. Usaba zapatos comunes y cargaba su maletín como cualquier otro sacerdote.

En sus primeros gestos como Pontífice reveló su pensamiento: lavó los pies a migrantes y mujeres, habló de “periferias” y “misericordia” y repitió que la Iglesia debía ser un “hospital de campaña”. Llamó a cuidar “nuestra casa común” mucho antes de que el cambio climático ocupara titulares. Fue incómodo para muchos: denunció el capitalismo salvaje, pidió acogida para los migrantes y respeto a la diversidad sin ceder en la doctrina. Pero su crítica más dura fue interna: contra el clericalismo, la burocracia eclesial y la falta de cercanía de los obispos con su pueblo.

Su visita a México en 2016 fue profundamente significativa. Llegó el 12 de febrero tras pasar por Cuba y atendiendo la invitación del entonces presidente Enrique Peña Nieto. Estuvo en la capital, el Estado de México, Chiapas, Michoacán y Ciudad Juárez. En cada sitio dejó un mensaje claro sobre dignidad humana, justicia social y la responsabilidad de la Iglesia. Era la séptima visita de un Papa a México, pero la primera vez que nos visitaba un pontífice latinoamericano.

El país que recibió a Francisco estaba golpeado: violencia, impunidad, una economía estancada y un presidente desacreditado. Peña Nieto, acusado de frivolidad y corrupción, vio en el Papa una bocanada de legitimidad. Pero Francisco no se prestó del todo. Su crítica fue más sutil, simbólica, fiel a su estilo.

No se reunió con las familias de Ayotzinapa, no habló directamente de feminicidios ni de la pederastia clerical. Esa tibieza decepcionó a muchos. Pero Francisco tenía otro objetivo: sacudir a la propia Iglesia mexicana.

En la Catedral, el 13 de febrero, regañó con dureza a los obispos: les pidió dejar de actuar como “príncipes”, y los exhortó a discutir como “hombres de Dios”, a reconciliarse, a buscar la unidad. Algunos obispos bajaron la mirada, otros se miraron atónitos. Fue uno de los discursos más fuertes que un Papa haya dirigido a su clero en público. ¿Tomaron nota? ¿Son ahora más pastores que burócratas? ¿Ha dejado de ser la Iglesia mexicana un bastión conservador y dividido?

Francisco también rindió homenaje en Chiapas a Samuel Ruiz, el obispo de los pobres, en un gesto que contrastó con la distancia que guardó de figuras del alto clero mexicano como Norberto Rivera. Su visita hizo visible la fractura eclesial: disputas entre la nunciatura, el cardenal Suárez Inda y la arquidiócesis capitalina. Francisco vino a incomodar, aunque muchos no lo notaron. Incluso a su regreso, lanzó una frase que recorrió el mundo. Consultado sobre el muro que proponía Donald Trump, dijo: “Una persona que piensa en construir muros, y no puentes, no es cristiana”. Un dardo directo, sin estridencias pero con fuerza.

En lo personal, esa visita quedó marcada a fuego. Mi padre murió el 8 de febrero de ese año. Mientras Francisco hablaba en el Zócalo, en San Cristóbal o en Juárez, en mi casa reinaba el silencio del duelo.

Sentí que Francisco, de alguna forma,  hablaba también de mi padre: de los hombres justos, discretos, que nunca buscaron títulos ni homenajes, pero que dejan huella.

Francisco murió apenas hace unos cuantos días. Su legado, como él mismo, es incómodo: no tanto por su radicalismo, más bien por ese  dejo de  ternura. Fue el Papa del pueblo, pero también el Papa de los gestos, de los silencios significativos.

En un mundo de gritos, su voz baja fue más elocuente. Y en el recuerdo de aquel triste febrero de 2016, me queda la certeza de que a veces, un hombre vestido de blanco puede hacernos sentir menos solos en el dolor y más humanos en la fe, cualquiera que esta sea.


Tiempo al tiempo.


@hecguerrero