
Sea o no una sorpresa, la aparición en la escena pública de Hugo Aguilar Ortiz tiene el potencial de reconfigurar las narrativas en torno a la elección judicial. Su imagen, su trayectoria y su discurso no son elementos menores: marcan un giro en el relato institucional y merecen ser analizados con seriedad. Por eso es necesario, desde ya, separar la semiótica de la prospectiva.
Aguilar no es un improvisado. Abogado, indígena mixteco, activista y operador político, su irrupción no responde a una anomalía coyuntural ni a un destello exótico. Su desempeño como coordinador general de Derechos Indígenas en el Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas durante la administración de López Obrador lo colocó en el epicentro de procesos tan complejos como las consultas a comunidades originarias en megaproyectos federales: el Tren Maya, el Corredor Interoceánico, el AIFA. No fue un vocero de ocasión: fue el interlocutor que supo traducir las necesidades del régimen al lenguaje de los pueblos y viceversa.
De ahí que su candidatura cobrara peso específico en una elección marcada por la apatía general, pero también por un altísimo grado de organización partidaria. En un entorno donde el oficialismo afinó su maquinaria y la oposición optó por la abstención como táctica, Aguilar emergió con ventaja no solo técnica, sino simbólica.
Ríanse, pero la única manera real de contrarrestar los “acordeones” del oficialismo era generando otros “acordeones”. Como en cualquier elección, desde la más banal hasta la más institucional. Pero en lugar de competir, algunos creyeron que el acto de valor cívico era autoanularse. No entienden que no entienden.
La baja participación, que rondó apenas el 13% del padrón, ya se sabía. Lo que no se quiere aceptar es que incluso con esa cifra, Morena logró colocar a Hugo Aguilar en la presidencia de la nueva Suprema Corte, y a cinco de sus perfiles afines en el Tribunal de Disciplina Judicial. Lo hicieron sin rupturas, sin violencia, sin incidentes graves. La maquinaria funcionó. Y funcionó, entre otras cosas, porque enfrente no había ni maquinaria ni estrategia.
La pregunta no es por qué no votó la mayoría, sino quién tuvo la capacidad de leer el escenario, aprovechar la coyuntura y convertirla en victoria. En este punto ya no caben los eufemismos: el bloque opositor que impulsó la abstención carece de estructura, de liderazgo real y, sobre todo, de voluntad para disputar el poder. Se limitan a la denuncia, a la reacción, al análisis estéril. Desde hace siete años no marcan el ritmo: lo siguen.
La #ElecciónJudicial solo fue un reflejo de esa ausencia de proyecto. Mientras tanto, con todos sus vicios, el oficialismo demostró que puede construir legitimidades funcionales. No necesita mayorías absolutas para legitimar sus decisiones: le basta con encuadrarlas ideológicamente y darles forma territorial.
En ese marco, Hugo Aguilar cumple un rol clave. Representa lo que Guillermo Bonfil Batalla describía como el “indio ladino”: el indígena formado, letrado, que sabe moverse en el aparato del Estado, que habla con autoridad ante su pueblo y con solvencia ante las élites. No es un concepto peyorativo. Es una figura histórica, útil al poder, puente entre mundos.
Por eso Aguilar no es un accidente: es una decisión estratégica. Su perfil permite proyectar una narrativa de inclusión y diversidad sin ceder el control político. Su figura encarna continuidad y legitimidad al mismo tiempo. La contradicción es solo aparente: el poder se adapta, no se divide.
Es cierto que la participación fue baja. Pero de ahí a suponer que fue un revés para el gobierno o una victoria de la oposición es, francamente, una fantasía. Como ha ocurrido desde 2018, cada retroceso real de la oposición es revestido de una falsa victoria moral, y cada derrota oficialista es inflada en columnas que nadie recuerda una semana después. Y aún así se preguntan por qué pierden.
A pesar de la reforma, de la implementación desordenada, del desconocimiento generalizado sobre las candidaturas, abstenerme me habría parecido una mezquindad. Porque hubo quienes sí creyeron en competir, quienes se tomaron en serio la tarea de organizar casillas, de convencer vecinos, de defender votos.
Eso es lo que no cabe en el relato opositor: que hubo ciudadanía real. Por imperfecta que haya sido, la elección judicial deja una lección clara: el poder no se entrega por omisión. Se disputa, se trabaja, se gana. No con épica vacía, sino con estructura, discurso y territorio. El que logre combinar esos tres factores, gana. No por magia, sino por método.
Tiempo al tiempo.
@hecguerrero