Felipe
León López
Muy
al principio, las muertes provocadas por el crimen organizado nos atemorizaban
porque lo veíamos algo extraordinario. Ocurrían en pueblos, colonias o estados
vecinos, cercanos, pero no tanto. Luego, nos metieron terror, pánico y miedo de
vivir; aparecieron los matones arrojándonos cabezas humanas, o dejándonos en
cajas con mensajes acompañas de orejas, dedos o manos. Las ejecuciones y el
reclutamiento de personas por estos grupos fueron cada vez más cercanos; ya no
eran los vecinos, los del pueblo o la colonia de junto; eran nuestras familias
o nuestros amigos.
“México
se está colombianizando”, alertaron entonces. Hoy, por el contrario, nuestro
país está estigmatizado: “Nos estamos mexicanizando”, alertan en otros países
cuando el nivel de violencia excesiva entre las bandas rebasa cualquier nivel
de deshumanización.
Lo
grave es que conforme esa violencia y esas muertes crecieron en número y fueron
cotidianas, la población se fue acostumbrando. La gente dejó de esconderse, de
resguardarse en sus casas o sus familias o sus amigos. Al contrario, lo
desafiaron, incluso en varias poblaciones del país, hicieron suyas las causas y
banderas de uno y otro bando como si se tratara de “levas” insurrectas, y nació
la “narco cultura” para darle identidad y sello a cada región del país. Hace
unas semanas autoridades de seguridad e inteligencia financiera nos presentaron
un mapa de México con divisiones geográficas según el cártel dominante, como si
se tratara de presumir “el nuevo pacto federal”.
Elisabeth
Kübler-Ross, la famosa tanatóloga, quien cambió la forma en que Occidente
observaba la muerte describió las cinco etapas que creía que experimentaban
quienes se acercaban a la muerte: la negación, la ira, la negociación, la
depresión y la aceptación.
Así
nos ha pasado como sociedad. Negamos que nos fuera a pasar, y nos pasó. Lo
aceptamos, y mal, porque creemos que estas muertes provocadas por criminales
son naturales, parte de nuestra normalidad como personas y, por tanto, algún
día formaremos parte de su “lista negra” para ser aniquilados.
Allá
por 1995, cuando el famoso “error de diciembre”, por la disputa entre un ex
presidente y otro presidente, se hizo polvo la economía familiar (ya no digamos
la macroeconomía) y se abrió la puerta del crimen como parte de nuestra
cotidianidad, nos alertaban los casos de clasemedieros vueltos a delincuentes
comunes, profesores universitarios a secuestradores, mariguaneros a capos, y
luego, niños o adolescentes que por unos pesos asesinaban. Después de eso, todo
se fue yendo rápidamente al descontrol y, con el 11-S, los capos mexicanos
suplieron a los sudamericanos hasta ser lo que son ahora.
Las
sanguinarias ejecuciones, las masacres, las ejecuciones de familias y niños, ya
no nos espantan, seguimos nuestras vidas. Esa no es la normalidad.
Todo
lo anterior viene a colación porque en estos días de la pandemia covid-19, al
principio, cuando eran uno-dos-cinco-diez los decesos, nos comenzó a espantar.
Cuando vimos por las redes sociales a enfermos en Guayaquil cayendo y saturando
hospitales, negamos que pudiera pasar en nuestro país, hasta que pasó en un
hospital en Ecatepec.
Noticias
llegaban de Europa, Asia, Sudamérica y Estados Unidos donde se habían dispuesto
estado de excepción, toques de queda, aislamiento forzoso y sanciones
ejemplares a quienes incumplieran. Todavía desde aquí lo veíamos lejos; aquí no
llegaremos a eso.
La
crisis de la pandemia no escaló por nos fueron domesticando con la información
oficial, parcial, sesgada, contradictoria y usada propagandísticamente sin
ética científica, contabilizando muertos y decesos según modelos de estudio que
van cambiando según la conveniencia política del momento.
Pero
como pasó con las muertes del crimen, muy al principio a todos nos espantó y
nos obligó a guardarnos, a ser estrictos con nuestros hábitos: aislarse,
lavarse, bañarse si salimos, usar cubrebocas aunque la autoridad lo niegue, traer
gel portátil, antibacteriales, desinfectantes y no convivir directamente.
Cuando
hemos superado más de 80 mil decesos y más de 800 mil contagios, la muerte tan
cotidiana, ya no nos espanta. Es inaudito observar las calles, centros
comerciales, tianguis, centros de concentración humana, abarrotados, donde una
buena parte de los asistentes simplemente están como cualquier día de la vida
antes de la pandemia, arriesgando y arriesgándose.
Los
muertos de la pandemia son como los muertos del crimen organizado, al principio
nos espantaban, mas ahora “son nuestra normalidad”. Por supuesto que no debe
ser así y no es así. Estamos peor que
una sociedad insensible al dolor de la muerte, creemos que si nos toca y nos
morimos no pasará de eso: una muerte más.
La
Secretaría de Salud de México informó el fin de semana pasado que padecemos un
exceso de MORTALIDAD. ¿Nos pasamos de muertos o las autoridades se pasaron de
vivas?
Entre
los meses de enero y septiembre de 2020 hubo exceso de mortalidad del 37 %, al
contabilizar 193 mil muertes más de las proyectadas por las autoridades de
salud al inicio del 2020 (525 mil), pero los muertos por covid-19 -que
oficialmente son de 88 mil 700— rebasaron sus expectativas.
¿Es
normal acostumbrarnos a estas muertes como si fueran sólo cifras, números,
datos, estadísticas y “los que se murieron pues se murieron”, así nomás?
Las
condiciones inhumanas del manejo de la pandemia no pueden hacernos insensibles
a cada dolor, cada muerte y cada familia. Si el crimen nos hizo insensibles a
las muertes, la pandemia no puede serlo; NO PODEMOS PERMITIRLO, NO, de nuevo.
Contacto:
feleon_2000@yahoo.com