Andrés Manuel López Obrador, para bien o para mal, es un político diferente, pero no la política; existen reglas formales e informales que condicionan el presente y determinan el futuro. Un tema al que siempre se ha resistido es el de los ciclos del poder. En su empeño ha logrado ventajas en los márgenes, como que su antecesor, Enrique Peña Nieto, le cediera su autoridad prácticamente desde el desenlace electoral. Más aún, el inicio de una nueva legislatura, el 1º de septiembre le dio a Morena el poder nacional, con la rigurosa dirección del presidente electo. El primer acto fue convocar a una farsa de consulta para declarar la cancelación del hub aeroportuario de Texcoco, costosísima decisión.

Van más de cinco años de AMLO en el poder. La modificación constitucional que acortó dos meses la amplia espera entre la elección y la toma de posesión del presidente, significa que él gobernará por 5 años y diez meses. En otras palabras, el 1º de octubre del próximo año habrá un nuevo presidente, mujer previsiblemente.

El presidente ha deslizado la idea del pase del mando de su proyecto político en curso a la virtual candidata presidencial, Claudia Sheinbaum. Aunque algunos toman con reserva dicho traslado de autoridad, sí parece ser el caso. Prueba de ello es la promoción de Omar García Harfuch para gobernar la Ciudad de México y la manera cómo se está procesando la selección de candidatos a gobernador en las ocho entidades que renovarán su ejecutivo. Todo indica un cambio en proceso y que la instancia articuladora deviene de Sheinbaum y su equipo.

En tanto, el vocero del presidente, Jesús Ramírez, señala que el mandatario no desaparecerá de la escena nacional. Esto es un hecho porque las “mañaneras” continuarán y, como señaló el mismo presidente, se transfirió la conducción política del proyecto, no la autoridad o la investidura presidencial. Él seguirá actuando, la duda radica en los términos de su presencia política, tema relevante porque López Obrador no tiene claridad sobre los límites legales de su responsabilidad; de allí su incapacidad para asumirse presidente de todos los mexicanos y de actuar con imparcialidad en la competencia por el voto.

Desde ahora se anticipa la presencia protagónica del presidente en el curso del proceso electoral defendiendo el proyecto político en curso, que para él la competencia por el voto es una manera de promoverlo y defenderlo de sus opositores, lo que implica actuar a favor de su partido y candidatos bajo una postura de guerra total. En otras palabras, continuará interviniendo a manera de apoyar su causa, que él entiende fundamental para la continuidad, que él entiende como un legítimo derecho de la libertad de expresión y de réplica frente a sus críticos, sean medios de comunicación o dirigentes y candidatos de la oposición. Cabe señalar que cualquier autoridad, en los términos del artículo 134 constitucional, está impedida para interferir electoralmente, además del principio básico para cuidar los términos de la equidad en la contienda. Pero para la elevada causa que invoca y predica, la ley no es la ley. No está por demás señalar que las facultades metaconstitucionales del presidente mexicano son amplias y poderosas y, por lo mismo, con potencial disruptivo de la legalidad y de una contienda justa por el voto.

Relevante no sólo es la actuación del presidente y junto con él de autoridades federales y mandatarios de otras entidades, sino qué hará el INE para evitarlo y sancionarlo. La pregunta es pertinente porque las reglas del juego se han centrado más en organizar la jornada electoral que cuidar los términos en que se lleva la contienda. El financiamiento irregular e ilegal, así como la ausencia de democracia en la selección de candidatos son insuficiencias constantes del sistema electoral mexicano. Ahora se ha agravado con la celebración simulada de procesos de selección de candidatos al margen de la ley y de los tiempos formales que el INE tolera y el Tribunal avala, dejando en el ambiente la zozobra por el imperio de la ilegalidad y porque se configuran las condiciones de una elección de Estado; es decir, quien compite no lo hace contra candidatos, partidos o coalición, sino contra un régimen decidido a emplear todos los recursos a su alcance, legales e ilegales.