La defensa de López Obrador sobre la ministra Yasmín Esquivel fue peor que desastrosa. Hasta el momento, los señalamientos contra derivada del reportaje de Guillermo Sheridan en Latinus se reducen a comprometedoras presunciones; sin embargo, el presidente, como primera reacción, convalidó el señalamiento al referirse a errores de juventud y tratar de minimizar la investigación del acreditado escritor y sus implicaciones. Después, concedió que hubo plagio, pero no certeza de quien era el responsable que, a su vez, compromete la presunción de inocencia; al exculpar a una inculpa al otro. Tan sencillo como señalar que había que esperar a la resolución de las autoridades competentes y, entretanto, pedir respeto a la ministra.
Finalmente, cuando el daño hacía insostenible la candidatura de la ministra Esquivel para presidir al pleno de la Corte, optó por pobretearla -una mala manera de referirse a un aliado en dificultad-, y golpear en exceso al ministro Alfredo Gutiérrez Ortiz Mena, por haber trabajado previamente representando a patrones; extraño que nada dijera sobre su cargo en el SAT bajo gobiernos panistas y su titularidad promovida por el entonces presidente Felipe Calderón, especialmente porque el presidente ha dicho, con razón, que se privilegiaba a los grandes contribuyentes.
A López Obrador no se le da la sensibilidad para abordar temas complicados. Sus palabras son torpes e imprecisas; en ocasiones, involuntariamente rudas. Han pasado más de cuatro años de mañaneras y no hay quien le modere, le hable con verdad para tener mayor cuidado en asuntos delicados; más bien, parece ser rehén de azuzadores que explotan sus debilidades emocionales. El manejo que hiciera del atentado contra Ciro Gómez Leyva es capítulo aparte en los extremos de irresponsabilidad política; inaudita su alusión a la hipótesis del autoatentado.
Para López Obrador como presidente no hay presunción de inocencia, tampoco el respeto que todo gobernante debe a un tercero; además, es víctima de una confusión legal al invocar derechos ciudadanos, como la libertad de expresión o la réplica que, por cierto, no practica, evidenciada en la excitativa de la senadora Xóchitl Gálvez.
El abuso desde el poder también le ha blindado al volverse parte del paisaje. Buena parte de sus incursiones mañaneras son ilegales porque son ajenas a la responsabilidad de toda autoridad de informar con objetividad, veracidad y sin juicios de valor. El presidente hace justamente lo contrario y, con frecuencia, el resultado de sus excesos se vuelve contraproducente. Así, por ejemplo, el ministro Gutiérrez Ortiz Mena, quien últimamente había mantenido un voto afín al presidente en temas cruciales de nada le sirvió, y en lo sucesivo decidirá no comprometer su independencia e integridad.
Debe reconocerse que ha desistido de algunas de las prácticas ilegales y abusivas, como fue que el extitular de la UIF se presentara a ofrecer información protegida por el derecho a la privacidad, la salvaguarda de datos personales y el secreto financiero o bancario. Santiago Nieto incurrió en delitos al divulgar información legalmente protegida, además del desaseado proceso para el levantamiento de bloqueo de cuentas, asunto que con Pablo Gómez se maneja con rigor y estricto criterio jurídico, sin mediar la intervención de despachos legales y de contadores que cobraban cantidades monumentales por gestionar un simple trámite.
Lo cierto es que López Obrador aprende lento y mucho por su resistencia a escuchar opiniones no agradables. Le sucede lo que a todos los presidentes, quienes asumen están haciendo historia, que son incomprendidos por propios y ajenos en su gesta por el país. La diferencia con el actual presidente es el exceso, la falta de límites, la ausencia de modos comunes al ejercicio del poder y, sobre todo, la ausencia absoluta de autocrítica.
Las razones por las que deben revisarse las mañaneras no tienen que ver con el ejercicio de informar al país sobre lo que realizan las autoridades, sino por el abuso este expediente, especialmente por el daño a terceros y la manera en que se tergiversa la responsabilidad pública, incluso para explicar o defender asuntos de interés social. La realidad es que la palabra presidencial se ha devaluado. Despierta desconfianza y sí, miedo, por las consecuencias del abuso verbal y sus daños colaterales. Demasiado tiempo sin medir los efectos de este actuar.