Federico Berrueto
El país y el mundo viven un periodo inédito que cimbra los
fundamentos de la convivencia y de la relación de las personas con sus
autoridades. Los gobiernos que han ganado terreno a la pandemia lo han hecho
con el sacrificio de lo hasta ayer impensable: las libertades. Cualquier
relajación de la disciplina es penalizada con el contagio. La economía debe
adaptarse a la nueva circunstancia: pocos ganadores, muchos perdedores. La
situación es tan dramática que el miedo se vuelve aliado y la confianza, trampa
mortal.
Los tres países con autoridades más complacientes con la
pandemia han sido severamente castigados: EU, Brasil y México. En los dos
primeros los responsables de la estrategia sanitaria tienen que lidiar con
quien gobierna. No en México, el Dr. López Gatell ha sido un subordinado en
todo, hasta en lo más elemental como la resistencia de recomendar el uso de
cubrebocas, así es porque el Presidente así lo ha decidido, la mala política
sobre la buena ciencia. Las cifras de contagio y de decesos han sido groseramente
subestimadas por la decisión de no utilizar pruebas, lo que a su vez ha
impedido un mejor manejo del contagio en todas sus etapas. Las opinables cifras
oficiales son evidencia de negligencia y error.
En este contexto inicia el juicio contra la corrupción
derivado de la detención y las delaciones del ex director de PEMEX. El deseo
vehemente de todos es abatir la impunidad. No es suficiente denunciarla, hay
que castigarla. La FGR tiene un desafío mayor. El Presidente López Obrador
tiene otra idea de la justicia: el tribunal mediático es el escenario, es lo
suyo, se regocija porque siente que Lozoya le da la razón. Sin embargo, la
libertad del extraditado compromete el proceso, particularmente si el
privilegio no se traduce en cárcel a sus superiores. Pero no hay que precipitar
conclusiones, hay que esperar.
Son muchos los planos de la crisis que el país padece.
Llevará años y quizás una generación superarla. México no está en su mejor
momento. El tema no es la popularidad, el acuerdo o la aceptación presidencial,
sino el estado de la nación. Lo que importa es si el país tiene la capacidad y
la fortaleza para salir del bache en salud, seguridad, economía o en la
creciente iniquidad social. El Presidente tiene ascendiente social para asumir
el liderazgo del conjunto y ser factor del cambio que se necesita, pero su
reino no es de este mundo.
Los hechos revelan que el desafío por delante es la
impunidad. No se puede transitar a un mejor estadio si no se resuelve esta
afrenta que daña la convivencia civilizada, la prosperidad y el bienestar. La
única manera de ganar esta batalla es con la ley y los procedimientos que ésta
define. El problema es el pasado inmediato y también el presente. Si hubiera
apego a la ley, no ocurriría el dramático desastre al que nos ha llevado el
pésimo manejo de la crisis sanitaria. Si hay apego estricto a la ley, el caso
Lozoya será un paso relevante contra la impunidad.
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