Diferentes fechas han marcado el destino de la educación en México. Una de ellas —quizás la más trascendente por la magnitud del fenómeno— tuvo lugar en marzo del año 2020, cuando debido a la pandemia se decretaron medidas de aislamiento social que obligaron a todo nuestro sistema educativo a suspender las clases presenciales.
El reto de la educación nunca había sido tan grande en el mundo. Las cifras e informes señalan que —incluso antes de la pandemia— ya se padecía una crisis dolorosa e inaceptable en este renglón.
Según el Tercer Informe de Labores publicado por la Secretaría de Educación Pública, en el ciclo previo al inicio de la pandemia, es decir de 2018-2019, el número de alumnos ascendía a 36,661,431. Como consecuencia de la crisis sanitaria, en el ciclo 2020-2021 se registró un decremento y el número total de alumnos disminuyó a 35,588,589, es decir, una disminución de más de 1 millón de estudiantes.
El informe reporta —para el mismo periodo— también una baja en el número de docentes, al pasar de 2,099,074 a 2,062,543, es decir alrededor de 36,500 maestros menos. La misma tendencia sigue al tratarse de las escuelas registradas, ya que se pasó de 265,232 a 261,101, que significa 4,131 menos planteles educativos.
La Unesco advierte que, de no tomarse medidas urgentes, las consecuencias de la pandemia en el ámbito educativo se pueden convertir en una catástrofe generacional.
Sin embargo, todas las crisis ofrecen aspectos positivos y ésta no es la excepción. Si bien la educación básica se vio afectada, según cifras de la SEP, en el rubro de la educación superior, la matrícula pasó en el año 2019 de 3,943,544 a 4,030,616 en el año 2021.
Este carácter positivo del aumento de matrícula en educación superior durante la epidemia se debe —entre otros factores— a que no obstante el cierre de las aulas universitarias, las autoridades de este nivel educativo hallaron estrategias para asegurar la continuidad del trabajo de estudiantes y maestros.
El establecer diferentes formas de garantizar el contacto entre los profesores y los alumnos fue vital. Así, la apertura de “aulas virtuales” para la impartición de las clases fue medular.
Las lecciones de la crisis nos deben enseñar a valorar y redimensionar la educación a distancia e implementar con mayor decisión modelos híbridos de educación.
Este modelo se caracteriza por combinar aspectos presenciales con elementos impartidos a distancia, en línea. Hemos aprendido a apreciar las bondades de dicho modelo, ya que promueven la autonomía de los estudiantes y motivan en ellos una mayor responsabilidad al fomentar un carácter protagónico que trasciende y los obliga a dejar de ser sólo receptores de información. Este es un aspecto, sin duda, luminoso que el colapso por la emergencia sanitaria nos ha dejado y ahora nos toca conservarlo.
El regreso presencial a las aulas debe verse fortalecido por el uso de las tecnologías de la información y la comunicación, pues hemos aprendido que el conocimiento no se adquiere de forma exclusiva en los salones de un edificio. Hoy, la forma de enseñar y aprender no puede, ni debe volver a ser la misma que antes de la pandemia.
La pandemia visibilizó el enorme potencial de la tecnología en educación. Sin embargo, este proceso —hay que decirlo— no ha llegado a todas partes del país con la misma velocidad ni con las mismas oportunidades.
México tiene que apostar por fortalecer sus instituciones de educación superior. La educación permite a las personas entender al mundo, pero la educación superior posibilita a cambiarlo.
Como Corolario la frase del filósofo español, Fernando Savater: “La verdadera educación no sólo consiste en enseñar a pensar sino también en aprender a pensar lo que se piensa”.