La llegada al poder de Pedro Castillo en Perú viene envuelta en misterio. Durante la primera vuelta hizo campaña en las plazas de los pueblos más alejados del centro del poder, en Lima. El radar de las élites no detectó a aquel hombre de estatura media, pantalones holgados de tergal y sombrero de palma. Cuando se quisieron dar cuenta, el maestro rural encabezaba las encuestas a la presidencia. Su discurso de izquierda populista, en contra del establishment y a favor de las clases históricamente olvidadas, está regado de propuestas ultraconservadoras, como la mano dura contra los delincuentes, la inmigración o el rechazo a la igualdad de género. En las propuestas claves para cambiarle la cara al Estado no ha sido del todo claro o se ha desdicho. Su idea de país todavía es algo abstracta.
Castillo ha ganado por solo tres décimas de diferencia
a la conservadora Keiko Fujimori. Ella ha pedido la nulidad de 800
mesas electorales que podría dar un vuelco al resultado, lo que ha
retrasado dos semanas la elección presidencial. Los expertos consultados
consideran muy improbable que se haya cometido un fraude en un sistema
electoral tan transparente y garantista como el peruano. A la espera de esa resolución,
Castillo es el que más papeletas tiene para enfundarse la banda
presidencial de un país que ha tenido cuatro presidentes en cinco años.
El sillón del Palacio de Gobierno parece más bien un potro de tortura.
Castillo asegura que al poco de sentarse en él se centrará en redactar
una nueva Constitución “hecha por el pueblo”.